Hace un par de semanas una amiga arquitecta me llamó para contarme ilusionada que había asistido a un congreso de construcción en Barcelona, donde, a pesar de las mascarillas y las medidas de distanciamiento social, había podido saludar a varias personas del sector que hacía mucho tiempo que no veía. “Fue una sensación extraña, ¡hacía tanto tiempo que no me encontraba a alguien por casualidad!”, me comentó.
Entendí enseguida lo que quería decirme. Desde que estalló la pandemia, la mayoría de nuestros encuentros sociales --o al menos el de todos aquellos que nos esforzamos por no querer contagiarnos ni contagiar a nadie-- se han reducido a nuestro círculo de familiares y amigos más íntimos. Ya no vas por la calle, o de viaje, o al cine, y te encuentras a alguien “por casualidad”, y luego regresas a casa pensando “menuda coincidencia, ¿significará algo?”
Recuerdo una vez que a mi abuelo lo ingresaron en Urgencias por unos desmayos y al entrar en el Hospital de Barcelona para ir a visitarlo me encontré al chico que me gustaba trabajando con el portátil en las butacas de la recepción. “¿Qué haces aquí?”, nos preguntamos el uno al otro con asombro, yo roja como un tomate, él tan tranquilo como de costumbre. Me explicó que a su madre la habían operado esa mañana y estaba esperando a que salieran otras visitas para subir a verla a la habitación. Yo balbuceé algunas tonterías (todavía queda para que aprenda a ser una mujer misteriosa y sexy) y después salí corriendo a ver a mi abuelo, que ya se encontraba mejor.
“¡Abuelo, abuelo! ¡Que gracias a ti me he encontrado a R!”, exclamé, emocionada, nada más entrar en el box. Él sonrió, sin entender nada. Ingeniero de pies a cabeza, dudo de que mi abuelo creyera en la magia de las casualidades, pero le gustaba verme contenta.
“Sólo la casualidad puede aparecer entre nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo”, escribió Milan Kundera en La insoportable levedad del ser, libro que leí este verano, después de más de diez años abandonado en la estantería de lecturas pendientes. Le doy la razón a Kundera. La vida es mucho más aburrida sin esas pequeñas coincidencias o casualidades inesperadas.
En otra ocasión, por ejemplo, R me pilló en la puerta de su casa mientras le dejaba un regalo sorpresa en el buzón. ¿Qué probabilidades había de que él saliera de casa justo en el mismo instante que yo decidía abrir su buzón? Quise salir corriendo de allí, muerta de vergüenza, pero a la vez me sentí viva. Esa coincidencia debía tener algún significado especial, pensé.
Otra casualidad: el año pasado, por estas mismas fechas, tuve la suerte de viajar a Nueva York, donde tengo algunos amigos. Avisé a todos ellos de mi llegada, excepto a Jean Val, con quién ya hacía tiempo que no hablábamos. ¿Pues con quién me cruzo a las dos del mediodía en un concurrido paso de peatones en la Sexta Avenida? Con Jean Val.
“Pero ¡qué haces aquí!”, exclamó él, alucinado. Después llamó a su secretaria y le dijo que se retrasaría media hora para poder tomarse un café conmigo. Un café que sirvió para ponernos al día y retomar nuestra amistad, que yo ya había dado por perdida.
Casualidad fue también conseguir quedarme embarazada el Día de San Valentín (está claro que mi hijo será el amor de mi vida), encontrar un amante tan adicto a las berenjenas como yo, espiar a alguien por Instagram y al día siguiente encontrármelo en un restaurante, conversar con mi guía turístico de Senegal y descubrir que el único contacto que teníamos en común en Facebook era ese chico tan majo que alquiló mi antiguo piso de Vilassar. “Estuvo en Senegal con su novia hace unos años, les hice de guía, qué casualidad”, me dijo Lamine sorprendido. Más sorprendido se quedó cuando le dije que el chico había muerto hacía poco en un accidente de coche. ¿Qué significado podía tener esa triste casualidad?, nos preguntamos. Seguramente, recordar con afecto a nuestro amigo fallecido.
Los surrealistas, para referirse a este tipo de coincidencias “mágicas”, hablaban del "azar objetivo" (hasard objectif), un concepto que “designa la confluencia inesperada entre lo que el individuo desea y lo que el mundo le ofrece”, según leo en Wikipedia. Por ejemplo, cuando uno está pensando en determinada persona y de repente, al cruzar una esquina, topa con ella. “Se trata, pues, de coincidencias o casualidades, pero cargadas de un valor emocional que las vuelve significativas”, aclara la enciclopedia de Internet.
En 1952, el psiquiatra suizo Carl Jung también desarrolló su propio concepto para explicar el significado de las coincidencias, más allá de ser fruto del azar: la sincronicidad. Según Jung, las coincidencias eran fenómenos con significado que no podían ser explicados por relación causa-efecto, sino que estaban conectadas por este principio de conexión acausal que el llamó sincronicidad.
Supongo que tratar de dar significado a las casualidades es un poco como creer en dios, o en el amor. Yo me quedo con lo que dijo Kundera: "No es la necesidad, sino la casualidad, la que está llena de encantos, si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento”.