La pandemia cerró la Fundación Antoni Vila Casas y la reabre con una muestra de Guerrero Medina. La llamada 'nueva normalidad' coincide con la prolongación sobre el conjunto de los Espacios Volart en los que el mismo Vila Casas y el artista actuarán como los curators de una propuesta que, esta vez, ha puesto el énfasis "en lo significativo”. Entre sus mejores piezas, se encuentra una titulada La nueva realidad, un collage neo-figurativista, visible en el primer nivel de los Volart, situado en la calle Ausiàs Marc de Barcelona. La muestra está estructurada en cuatro ejes, todos dedicados a la figura de Guerrero Medina: El eje Arte-denuncia presenta una selección de obras de la primera época; Exilios recoge una serie sobre la salida de España de muchas personas, en las postrimerías de la Guerra Civil, y Fragmentos de memoria es el resultado de un proceso de introspección que lleva al artista a esbozar automáticamente la posibilidad expresiva sin control del relato.
Entre los materiales en propiedad o en depósito, al cuidado de la Colección Vila Casas, los artistas han registrado audiencias enormes y a un nivel poco habitual. Así ha ocurrido con Amagat, Frederic Amat o Jordi Mercader. La apuesta de esta fundación única conecta con los mecenas de las vanguardias en el tiempo en que Barcelona fue la ciudad de Francis Picabia y de Pablo Picasso. Picabia había ido dejando el impresionismo, pasó por el cubismo y el futurismo y acabó concentrando sus esfuerzos en el mundo mecanizado, hasta que alcanzó el cénit de la fusión entre letra y plástica, en línea con grandes poetas, como J.V. Foix o el mismo Salvat Papasseit; estos dos últimos inspiraron sus caligramas en la pintura de Torres-Garcia o en la llamada pintura poemática de Dalí o De Chirico.
Prodesfarma en Almirall
El tercer cruce, el de la escultura, no le es ajeno a la Fundación Vila Casas. Lo que empezaron en los años 30 Pau Gargalo y Julio González (exponente de la llamada “vía del hierro”) conduce ahora a los temas del Museu Can Mario de Escultura Contemporánea --situado en Palafurgell, otro espacio Volart-- como hemos visto en los casos actuales de Mariano Andrés Vilella: la esfera, el vacío, el movimiento y el cosmos trabajando en la rotundidad matemática de la piedra; o en los apuntes de Margarita Andreu, que mezcla espacio, escultura y fotografía en el Palau Solterra de Torruella de Mongrí; y también en las obras especialmente plásticas de los Carles Amill, Nacho Amor, Rosa Amorós, contenidos en Can Framis (22@ de Barcelona) junto con la mayor parte de la obra pictórica de la Colección Vila Casas.
Es conocido que el químico Antoni Vila Casas decidió integrar su empresa de laboratorios, Prodesfarma, bajo el manto ganador de los hermanos Antonio y Jorge Gallardo, accionistas de Almirall. Desde aquel momento, Vila Casas es un activo casi único del mecenazgo artístico por dos razones: apuesta básicamente por artistas contemporáneos y construye puentes de ayuda a otros patronatos con dificultades económicas. El caso más representativo es la donación de Vila Casas a la Fundación Miró afectada por serios desequilibrios patrimoniales en los últimos tiempos. Hace un año, el ex empresario químico hizo una donación de un millón de euros a la Miró con el compromiso de suministrar 100.000 euros al año a lo largo de una década para la restauración y puesta en valor del conjunto de actividades del patronato dedicado a mantener viva la obra y el legado del pintor de Montroig del Camp (Tarragona).
Abrazar o comprender las vanguardias
Vila Casas parte del dato de que la sociedad catalana debería volver a los años del gran mecenazgo que levantó ágoras de la creación, como el Gran Teatre del Liceu de Barcelona. En los últimos años ha recordado, en más de una ocasión, la generosa donación de obras a la ciudad efectuada por Joan Miró en 1975, que permitió instalar su sede en Montjuïc. Lo dice muy claro: “todos estamos en deuda con él”. Este enorme coleccionista interpela a menudo el interés bastante generalizado por las artes plásticas en una sociedad que sin embargo no parece habituada a preguntarse por las causas de la irrupción de movimientos de relieve internacional, como el dadaísmo y el surrealismo.
Vila Casas señala con elegancia que abrazar a las vanguardias no es lo mismo que comprenderlas. Y demás, se pregunta por la causa del interés jerarquizador y clasificatorio de nuestras escuelas críticas, alimentadas en su momento por Cirici Pellicer, Juan Eduardo Cirlot o Giralt Miracle, que han acabo influyendo más que nuestros artistas y creadores puros. Mitógrafos e iconógrafos han podido más que el mismo arte; la etnografía ha ido más allá de la creación.
Puro mecenazgo
El fauvismo casi metafísico y el expresionismo fueron, en su momento, casi más analizados en Barcelona que en sus puntos de partida, como París y Berlín, lo que señala un complejo cultural innecesario. Sin embargo, lejos de la pura especulación, galeristas de nivel en el pasado, como Josep Dalmau --en la socorrida visita de André Breton y en pleno auge de la revista Minotauro-- hicieron posible el clima de una constelación menor, en cuanto a resonancia, pero mayúscula artísticamente a la que pertenecieron Artur Carbonell, Angeles Santos, Esteve Francés, Antoni Clavé, Viola Gamón, Josep Togores o el gran escultor Leandre Tortosa.
El pasado no tan lejano sobre el que se interroga Vila Casas confluye en momentos cumbres, como el papel del GATPAC (acrónimo trabalenguas que significa Grupo de Arquitectos y Técnicos Catalanes para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea) y de Josep Maria Sert, en el Pabelló de la República de 1937, en París. La fuente sigue ahí; los medios acaban apareciendo, pero la creación en un pacto lunar con el que el artista se siente atraído, aunque sea la causa de su destrucción. El todo o nada, es el trato con el diablo que la Fundación Vila Casas ha conseguido endulzar aplicando buenas dosis de puro mecenazgo.
¿Y los toros?
La exposición del pintor andaluz, Guerrero Medina, después de ser aplazada a causa del coronavirus recobra su mejor expresión en el mencionado arte-denuncia y en un par de telas sobre el gran matador de toros, José Tomás. No se entiende muy bien por qué la tauromaquia lleva tanto tiempo divorciada de los pinceles, después de que grandes maestros, como el mismo Pablo Picasso, arrasó arenas y capotes hasta dejar sus mejores trabajos a plumilla replicando las contorsiones de los toros bravos ofrecidos al sacrificio por un arte en horas bajas. Miquel Barceló, con presencia bastante clara en los arreglos expositivos de Vila Casas, le hizo dos carteles a Tomás, el segundo en la vuelta definitiva del torero de Galapagar (Madrid) al coso de Granada. Pero la concurrencia no se estira.
Agustín de Foxà ha escrito que, en “el toreo, el único músculo que se mueve es el corazón”. Y debe ser cierto, a la vista de la severidad de Tomás en los dos retratos de Guerreo Medina. José Tomas, en su eterno e incierto regreso a los ruedos catalanes, hace imposible las reiteraciones, algo fantástico para los que quieren mantener el debate sobre la tauromaquia en los aledaños de la Monumental de Barcelona y o en Los de Gallito y Belmonte, el último reducto de las peñas taurinas, situado en el corazón del Raval. No hay porqué esconder el arte de cuchares especialmente desde que Pepe Hillo, maestro de la cuadrilla de Francisco de Goya y Lucientes --“torero y pintor a ratos libres”, escribió César Vidal-- inventó el código de la tauromaquia tal como la entendemos hoy, pasando por las aceradas plumas de sus mejores intérpretes, como José María de Cossío, Gregorio Corrochano, o Jaime de Armiñán.