Página original de 'Anacleto', en una exposición, una de las creaciones de Manuel Vázquez, el 'tío Vázquez' / WIKIPEDIA

Página original de 'Anacleto', en una exposición, una de las creaciones de Manuel Vázquez, el 'tío Vázquez' / WIKIPEDIA

Artes

El tío Vázquez

Manuel Vázquez se convirtió en una leyenda viva del tebeo español, adoptado como maestro de vida, aunque con un vacío moral preocupante

11 mayo, 2020 00:00

Manuel Vázquez Gallego (Madrid, 1930 – Barcelona, 1995) sostenía que nunca había puesto los pies en un hospital porque tenía la intuición de que, en cuanto lo hiciera, ya no saldría de él vivo. No sé si era cierta la primera mitad de la declaración --una gran parte de lo que contaba eran patrañas o versiones literariamente embellecidas de la realidad-, pero la segunda sí lo fue: sufrió una embolia cerebral a los 65, lo ingresaron y la diñó. No sé si dejó deudas y pufos a mansalva, pero eso es lo menos que esperábamos de él quienes lo habíamos conocido en sus últimos años, cuando se convirtió en una especie de leyenda viva del tebeo español y fue oficialmente adoptado como maestro de vida por el sector más alternativo del oficio (paralelamente, su hijo Manolo, al que habíamos conocido en sus tiempos de niño capaz de sobrevivir a un padre como Vázquez, fue más o menos protegido por mi amigo Joan Navarro, una de las personas más bondadosas que he conocido nunca y cuya influencia fue fundamental, en mi modesta opinión, a la hora de alejar al mostrenco de la vida descacharrada para la que le había preparado su amoral progenitor, sujeto bigger than life donde los haya para el que la existencia era una jungla por la que había que abrirse paso a codazos (y sablazos) sin pararse mucho a pensar en las víctimas que iba dejando por el camino).

En teoría, Vázquez era de esas personas con las que uno no debería haberse cruzado en la vida. Era de otra época. Era el mejor autor de la escuela Bruguera junto a Francisco Ibáñez, con el que no tenía nada que ver: el padre de Mortadelo y Filemón siempre ha sido un hombre de orden y un estajanovista del comic --recordemos su legendario mantra ¡Al tablero, al tablero!-, mientras que el creador de Las hermanas Gilda (1949) o La familia Cebolleta (1951) ejerció siempre la picaresca, fue un maestro del sablazo y el abuso de confianza, se desentendió de sus tres primeros hijos, vivió permanentemente a salto de mata y se portó como un adolescente gamberro hasta el fin de sus días. Moralmente discutible, Vázquez encajó muy bien en el mundo de la línea chunga, trabajando para la revista Makoki a partir de 1990, año en que recibió el Gran Premio del Salón del Cómic de Barcelona, y apuntándose a la peculiar vida social de una gente siempre dispuesta a invitar al maestro: cerveza y canutos gratis, ¿qué más podía desear alguien que ya era underground antes del underground?

Gracias a sus fans, Vázquez vivió una segunda juventud durante los últimos años de su vida y la aprovechó al máximo: era como nuestro Profesor Choron del Hara Kiri y se comportaba siempre como se esperaba de él (a destacar su performance en un bar de Angulema, cuando optó por mearse contra la barra mientras daba conversación a un camarero que no se daba cuenta de la trastada). Personalmente, no tuve mucho trato con él. La vez que más hablamos fue cuando le entrevisté para el suplemento dominical de El País, un encuentro del que salí con sentimientos contrapuestos. Por un lado, su obra para Bruguera me parecía sensacional y su vida de pícaro, muy entretenida. Por otro, creí discernir un vacío moral que no me hizo ninguna gracia, como el que supongo que, en su momento, experimentaron las víctimas de sus legendarios sablazos y discutibles trapisondas. Pero fue solo eso, una impresión, pues mentiría si dijese que llegué a conocerlo bien: igual era una bellísima persona a la que mis prejuicios éticos me impidieron valorar en su justa medida; solo sé que salí de su casa con una necesidad perentoria de ducharme.

Para la mayoría de sus seguidores, nuestro hombre siempre fue el Tío Vázquez --el emprendedor Alejandro Casasola no paró hasta lograr que le pusieran una calle en Granada, donde dirigía unas jornadas anuales dedicadas al comic--, un entrañable vividor que había brillado con luz propia a la hora de hurtar su cuerpo al sistema. Esa es la imagen que mostraba la biopic que le dedicó Óscar Áibar, El gran Vázquez, con Santiago Segura en el papel principal, y la que ha quedado para la historia. Quiero creer que el lado oscuro, amoral, egoísta y negado para la empatía que atisbé durante nuestra conversación fue solo una percepción mía, pero es una percepción de la que no he conseguido desprenderme hasta ahora, cuando se cumplen 25 años de su primera y última entrada en una instalación sanitaria.