Una vez más, todo empezó en el Mediterráneo. Durante la Gran Guerra que hizo muy ricos a unos pocos. “Una época fantástica; una orgía de ganancias y sueño portentoso en el que todos los negocios fueron prósperos y fáciles”, escribió en sus memorias Pedro Gual Villalbí, aquel ministro sin cartera que desempeñó el cargo de secretario general de Fomento del Trabajo, la gran patronal catalana. El mallorquín Juan March Ordinas, que antes de ser banquero pasó por el próspero oficio de contrabandista, se abrió paso en los negocios gracias al suministro energético. Empezó vendiendo gasolina y lubricantes a los submarinos alemanes del Kaiser Guillermo II y acabó refundando la Barcelona Traction (germen de Fecsa y Endesa). Hizo fortuna primero con los alemanes y después con los británicos. Sus vapores, que unían el puerto de Palma con la península, se detenían en alta mar para suministrar combustible a los barcos de guerra; y aquellas jugosas travesías le acabaron convirtiendo en el primer accionista de la Compañía Transmediterránea.
En el caso de March se cumple sobradamente el adagio que dice que, detrás de una gran fortuna, hay siempre un gran pecado original. Sin embargo, también ha llegado la hora de reconocer la pasión por el color y la forma de un hombre al que solo se le recuerda por su dinero. El encuentro entre la paleta del pintor y los March tuvo su antecedente en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona (La Llotja) en plena generación del Grupo Azafrán, bajo el triunvirato estético de Casas, Rusiñol y Miguel Utrillo. El color amarillo cadmio de pintores como Canals, Pichot, Nonell, Mir o Casagemas captaba los reflejos del sol sobre el litoral de la sierra balear de Tramontana. Aquel embrujo convirtió en coleccionistas a Juan March y a su segundo hijo Bartolomé. Este último, convertido en gran mecenas, nunca quiso entrar en el mundo de la banca y se apartó de su padre.
Después del Armisticio de 1918, los March poseían ya un importante fondo de arte, arrumbado pero valioso. Despegaba entonces un legado que se ha ido homologando hasta convertirse hoy en el mayor artefacto privado del arte español: la Fundación Juan March, con casi 20.000 obras y un total de 1.900 artistas; un portal de conocimiento que incluye el contenido completo de los 205 catálogos de las exposiciones organizadas en sus sedes de Madrid, Palma de Mallorca y Cuenca (Museo de Arte Abstracto Español). El contenido de este último, un singular palazo en las Casas Colgantes de la ciudad de Castilla-La Mancha, fue donado a la Fundación March en 1981; contiene obras de Chillida, Tàpies, Sempere, Canogar, Torner, Rueda, Zóbel o Saura, entre otros.
Entre palacios de Madrid y Baleares
Antes de entroncar el mundo de la cultura con el interés económico, Juan March disputaba el liderazgo europeo a fortunas consolidadas de la metalurgia, el automóvil o las finanzas, como los Thyssen, Agnelli o Rothschild.
El hombre, que se fugó de la prisión convirtiendo en su chofer privado al director del penal en el que se hallaba recluso y el que financió la Guerra Civil de los militares africanistas, acabó saciando su ansiedad entre los grandes maestros del color. En sus últimos años, se encerró con el único juguete, que sintetiza la belleza y el dinero: el arte.
Parte de su fondo originario fue vendido en 2009 por Manuel March (nieto del financiero e hijo de Bartolomé) en una subasta de Christie’s, que abrió el camino de conocedores y curiosos ante el misterio de la portentosa colección privada de Juan March, con obras señeras del paisajista barcelonés, Joaquim Mir o de John Singer Sargent. Algunas de las piezas subastadas entonces estuvieron situadas originalmente, --junto a esculturas de Rodin, Corberó, Chillida o Brancusi--, en los jardines de Cala Rajada de Mallorca, siguiendo el ideal estético del jardín escultórico del duque de Orsini en el Lacio italiano o de los jardines mesopotámicos de Santa Clotilde en la costa de Lloret de Mar. Muchos objetos decorativos, así como las encuadernaciones antiguas de la Librería de los Medinacelli, están repartidos ahora entre los elegantes palacios de Madrid y Baleares.
El cuadro de Goya
La sede más emblemática del núcleo familiar es el Palau March de Palma, sello patrimonial de la saga, decorado por los creativos de Maison Jansen, el grupo diseño en cuya clientela se contaron Coco Chanel, los Agnelli, los Rockefeller, los Kennedy o el Rey Leopoldo de Bélgica, el absolutista colonial del Congo. El Palau, un edificio de rotundo lenguaje historicista, con fuertes influencias de los palacios barrocos mallorquines e italianos, está enclavado en el mismo centro histórico de Palma, rodeado de monumentos como la Catedral, el Palacio de la Almudaina y edificios tan representativos como el antiguo casino, hoy sede del Parlament de les Illes Balears.
Medio siglo después de la muerte de Juan March Ordínas, la familia y sus entronques han crecido. Y también han ido a más las disputas entre los descendientes del financiero y los de su hijo Bartolomé. La rama Bartolomé está desgajada de la Fundación Juan March y de los negocios financieros. El centro de la disputa entre las dos ramas de los March estuvo mucho tiempo colgado en las paredes del Palau: La duquesa de Osuna, tumbada, con un rizado mechón de pelo sobre su cuello, un detalle que siglo y medio más tarde serviría para probar su autenticidad. Se trata de un lienzo conocido de Goya, polémico en su momento porque se trata de una pintura libre, que no tiene nada que ver con la serie de aburridos claroscuros familiares encargada por los Osuna.
Hoy se desconoce el paradero de este cuadro. Pero para algunos especialistas del opaco mercado del arte, la suerte financiera de los March está detrás del misterio: la Banca March y la Corporación Financiera Alba, gestionadas por Juan y Carlos March Delgado, nietos del financiero, pudieron haberse desprendido de la pintura a la fuerza. El enorme tesoro financiero del Último Pirata del Mediterráneo, como le llama el conocido libro de Domínguez Benavides, ha ido menguando con el paso de los años. Hoy, un experto, como Sánchez Cantón, sitúa el cuadro de Goya en el depósito del Banco de España, la meta final de muchas de las obras pignoradas por entidades en crisis.