La colección privada de los Güell se rastrea a partir de las donaciones de Juan Antonio Güell López, hijo de Eusebio Güell Bacigalupi (el mecenas de Gaudí) y nieto del primer marqués de Comillas. Reunió una extraordinaria selección de escultura religiosa policromada, con obras de Francisco Giralte, Martínez Montañés, Gregorio Fernández, Alonso Cano, Pedro y Luisa Roldán, Pedro de Mena, Francisco Salzillo o Ramón Amadeu entre otros. Los Güell, de renombre industrial y financiero en todo el mundo, expresaron en su hacer la débil cortina que separa el símbolo del objeto. El mismo Güell López describió su colección en el libro La Sculpture polychrome religieuse espagnole: une collection, publicado en 1925 en París. Su predilección por el arte sagrado confirma confirma el vínculo entre la tradición familiar y el valor del símbolo, que fundamentó en el pasado la fe religiosa y el ingenio del emprendedor.
En el Palau Güell de la antigua Calle del Conde del Asalto de Barcelona el laberinto luminoso del símbolo resulta elocuente. Casi un siglo y medio después de la desaparición del Güell López coleccionista (el mayor de diez hermanos), la colección privada, desde el románico hasta el contemporáneo, debe buscarse en los enfoques rituales –los de René Guemon o Mercea Eliade- más que en los críticos académicos. El crítico y profesor barcelonés del medio siglo, Juan-Eduardo Cirlot, dio algunas pautas definitivas sobre la relación entre el símbolo y la pasión del coleccionista, que pueden aplicarse perfectamente al caso Güell, marcado pòr aspectos enigmáticos. En este enfoque abundó el cronista Josep Maria Caradell en su libro, Parc Güell, utopia de Gaudí, un trazado a la luz del conocimiento de la Masonería y de su simbología, grabada en los azulejos, las serpientes pétreas o los arcos ojivales de un rincón maravilloso.
A la muerte de Juan Antonio Güell, la colección ingreso parcialmente en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, aunque muchas piezas se dispersaron. Su hermano, Eusebio Güell López, segundo vizconde de la interminable saga, fue un irrepetible coleccionista de dibujos, cuyo contenido analizó y documentó Bonaventura Bassegoda, arquitecto, redactor de medios, como La Renaixença o La ilustració catalana y miembro de la Lliga Regionalista. Esta segunda colección, que se expuso parcialmente en 1944 y en 1949, reunía en un total de 538 plumillas, lápiz y acuarelas de autores entre el siglo XVII y la primera mitad del XIX. El cronista Enric Jardí puso en valor esta segunda herencia de los Güell en un trabajo que recoge otras colecciones catalanas de importancia como las de Alexandre de Riquer, Plandiura, Eduard Toda, Francesc Carbonell, Rafael Bori, y de coleccionistas más cercanos en el tiempo, como Garcia Obiols, Juan Antonio Samaranch, Manuel Vallmitjana, Josep Serratosa, Josep Maria Figueres, Abelló o Jordi Carulla.
El primer coleccionista Güell, Juan Antonio, presidió la Academia de Bellas Artes y formó parte de la Junta de Museos de Cataluña. Vivió con intensidad los años en que las antiguas Reales Academias catalanas —de Bellas Artes, de Bones Lletres, de Ciencias y Arte y Medicina— se unieron en una unión interacadémica que funcionaba activamente durante los años de la Generalidad de la II Rep-ublica española. De él dependió la donación a la corona de la finca Gaudí de la alta Diagonal que se convertiría en el Palacio de Pedralbes. Estudió en Cambridge y publicó un conocido código medieval, el Codi de Perelada, que recoge los privilegios del condado Ampurias. Presidio la Compañía Trasatlántica, fundada por el primer Comillas, la cementera Asland y el Banco Hispano Colonial, un banco llevado a la quiebra en 1946 –acabó siendo absorbido por el Hispano Americano- a causa de sus débiles reservas acumuladas por el crédito a la importación de productos alimentarios.
Los objetos Art Decó, los cuadros de artistas contemporáneos y los centros arquitectónicos, como la Cripta de la Colonia Güell, la diáspora de obras de arte resulta incontenible. La dispersión del legado Güell es fruto de la cantidad de piezas y resultado de las herencias sucesivas, repartidas entre decenas de descendientes. Y también de las donaciones y los Güell llevan un siglo celebrando su vínculo con Antoni Gaudí, arquitecto del Parque Güell, pero también llorando su lenta desconexión con la Sagrada Familia, una obra encargada al genio como sustituto del arquitecto diocesano, Francisco de Paula del Villar. Es decir, el templo expiatorio, la obra secular de la Cataluña cristiana le fue encargada a un sustituto, que como confesó el mismo Gaudí, tardó 28 años en terminar los planos, el mismo tiempo que tardó Wagner en componer El anillo del Nibelungo. Dejó escrito que no iba a terminar su templo, precisamente para que fueran las generaciones venideras las que la encarnaran. Describió la Sagrada Familia como un gran laboratorio, un centro de experimentación, expresando así su doble personalidad: anarquía y control del más mínimo detalle.
Un avanzado a Le Corbusier
Aunque a primera vista parezca imposible, Gaudí se había avanzado a Le Corbusier en la búsqueda de la funcionalidad, como la característica fundamental de cualquier edificio; encontró soluciones que, más adelante, el gran maestro suizo universalizaría, como fruto de su propia investigación. En 1928, Le Corbusier, en su visita a Barcelona anterior a la Expo Universal del 29, afirmó que Gaudí había influido en la vanguardia del siglo XX; dijo además que su oficio abarcaba la música, la artesanía, la luz y la acústica, porque había empezado haciendo sonidos en los cuencos de los calderos.
Gaudí legó sus propiedades y la casa del Parque Güell a la Junta constructora de la Sagrada Familia. A su alumno y seguidor, Josep Maria Jujol, le dejó sus ahorros en una cuenta del Hispano Colonial. Todo había empezado mucho antes, en el primer encuentro entre Antoni Gaudí y Eusebio Güell Bacigalupi, el vizconde masón y padre del primer coleccionista. Fue una noche cálida, que acabó en un paseo por las inmediaciones del Palau Moja (narrada por Xavier Güell, en clave de fenomenal novela, editada por Galaxia Gutenberg). Fue la versión modernista del encuentro, entre Lorenzo de Médicis y Miguel Ángel; la fusión entre el mecenas y el artista individualizado que enterró el rastro de la Edad Media.