Caballetes de cristal, sol de media tarde, amplios volantes sobre cuerpos livianos, playas levantinas, el descrédito como ofensiva, galerías como la Kunsthalle de Munich o la Georges Petit de París, el ocaso del naturalismo, la muerte de Zola y Tolstoi. Son todos, elementos comunes a la hora de invocar la memoria de Joaquín Sorolla. O mejor dicho, de restaurar al pintor valenciano, ignorado por su naturalismo y por sentirse refractario a las vanguardias de su tiempo. Uno de sus mejores paisanos, el escritor valenciano Joan Fuster, lo puso de manifiesto en El descrèdit de la realitat, un ensayo sobre la evolución del arte moderno en el que “pasa de Rafael a Kandinsky ignorando a Sorolla”, escribe Tomás Llorens, historiador y ex director del Reina Sofía.
Cuando en 2006, se conoció el fallecimiento en Los Ángeles (California) de Elías Masaveu Alonso del Campo, cabeza de la poderosa saga industrial, el mundo del arte se preguntó por el destino final de la colección de sorollas de su antecesor en el liderazgo de la saga, el primer Pedro Masaveu. Las crónicas del medio siglo glosaron ya a los pioneros que abandonaron Castellar del Vallés, localidad próxima a Terrassa (Barcelona), para levantar un imperio industrial en Oviedo (en torno a la cementera Tudela Veguín). Fundaron la Banca Masaveu, y se ganaron una vocalía en el consejo exclusivísimo del antiguo Banesto.
El primer Pedro Masaveu recibió en su mansión de Oviedo a los consejeros de Banesto tocando al piano una sonata de Mozart en un salón estampado de cuadros de Sorollas sobre el ocre de sus paredes en contraste con el café intenso de sus marcos de madera. Sus dos hijos Pedro y Cristina Masaveu Peterson siguieron la colección privada al margen de la corporación industrial que había pasado a estar controlada por Elias Masaveu, heredero de la fortuna, según los cánones del código civil catalán; Elías presidió la Fundación Masaveu, dueña de la gran fortuna familiar, incluidas la cementeras, las participaciones en Bankinter --el banco de patrimonios, gestionado entonces por Jaime Botín y filial del Santander-- el control de la Banca Masaveu y su paquete accionarial en Banesto.
Pintor de cámara y de obra por encargo
Durante la plenitud de Pedro Masaveu, el mundo del buen gusto evitaba a Sorolla. Vivir sin ser sorollista fue una forma de anatemizar las tracas, la socorrida paella, el estilo ruidoso y el colorido vulgar de un pueblo apasionado. Un tiempo ya olvidado gracias a la recuperación de la Valencia renacentista, la de los actuales genios con pupilas ardientes, ciudad-engranaje del buen arte contemporáneo y centro del mejor diseño español. Solo así volvió Sorolla.
Y también gracias al mecenazgo de los Masaveu, coleccionistas del gran pintor del mar y las playas. La saga industrial de raíz catalana afincada en Asturias abrió galerías y museos para dar a conocer obras como la Llegada de la pesca, La familia de don Rafael Errázuriz Urmeneta (1905), Mi mujer y mis hijas en el jardín (1910), Playa de Valencia. Sol de tarde (1908), Cosiendo la vela (1904), Transportando la uva,(1900) o Corriendo por la playa (1908).
Sorolla había dejado tras de sí una huella como pintor de cámara y de obra por encargo, muy reconocible hoy gracias a su Museo homónimo situado en Madrid, en lo que fue domicilio y taller del maestro. El pintor mezcló ocres, azules y dorados con mano maestra; fue un creador prolijo, figurativo y real; sujeto de la estética feliz odiada por los expresionistas, como Edward Munch, Bacon o Baselitz, fértiles representantes del culto a lo grotesco.
Cuando en 1993, Pedro Masaveu Peterson murió sin descendencia, el enorme patrimonio artístico heredado de su padre y ampliado por él, fue a parar a su hermana Cristina, una mujer instalada en Ibiza y alejada del oropel festivo de su círculo de amistades. Cristina se hizo cargo de la Colección Masaveu y recuperó la mayoría accionarial del grupo familiar; aquel mismo año, abonó al Principado de Asturias 90 millones de euros en concepto de impuesto de sucesiones. Y una parte de este total se realizó con la donación de 400 lienzos de la colección iniciada por su padre y continuada por su hermano, Pedro.
Un camino fuera de España
El Sorolla de los Masaveu había sido en su tiempo el pincel de la celebración, enfrentado a un mundo marcado por la irrisión. El óleo de las bellas damas en los orígenes de la distorsión cubista y abstracta, dos tendencias que a la postre fundamentaron la estética contemporánea. El pintor valenciano no atendió a los registros del canon y lo pagó con la divulgación de su obra, entendida como un arte menor por parte de curators y críticos de tono gris, que ofrendan todavía hoy en el altar de un falso Dionisio. El despliegue de colores del maestro luminista, que dejó 2.200 obras catalogadas, indica el trayecto de un arte tranquilo que en su tiempo huyó del fauvismo para quedarse en una antesala del impresionismo y acabar siendo clasificado como un postimpresionista.
Sorolla quiso narrar la belleza, cuando la vanguardia trataba de demolerla. En el fin de siglo, fue premiado en las exposiciones internacionales de Munich y Viena, y acogido con críticas muy favorables en la Bienal de Venecia. Se abrió camino fundamentalmente fuera de España. Fue en Paris, Munich, Venecia, Viena, Berlín, Londres y Nueva York donde encontró a los críticos y a los coleccionistas con cuyo apoyo llegó a ser el pintor que fue.
En esta última década hemos podido ver dos recopilaciones museísticas de nivel: Sorolla y Estados Unidos, concebida y realizada por Blanca Pons-Sorolla y Mark Roglan, que se inauguró en Dallas en 2013 y llegó a Madrid en 2014; y la segunda y más reciente en la Kunsthalle de Munich. Su estreno real en París se produjo en el lejano junio de 1906 en la galería Georges Petit, donde presentó una muestra enorme de casi quinientas obras, con inopinado éxito de público, ventas y crítica. Sorolla satisfizo el anhelo petite bourgeois, pero abrió una veta incontenible.