Lo mejor de empezar el artículo diciendo que Alan Moore es mago es que no es una metáfora. En efecto, el bueno de Alan, con su look gótico total, mitad Merlín, mitad heavy de la vieja escuela, combina su condición de pope del cómic mundial con el lanzamiento de cartas del Tarot, el cultivo de la psicogeografía y otras prácticas cabalísticas. Masonería, ocultismo y viajes astrales. Lo decidió al cumplir los cuarenta años, cuando otros se tiran al monte del ciclismo amateur o fantasean con amores juveniles. El autor mismo lo aclara: “Creo que la magia es arte, y que el arte –ya sea música, escritura, escultura o se presente bajo cualquier otra forma– supone, literalmente, magia. El arte es, como la magia, la ciencia de manipular símbolos, palabras o imágenes para generar cambios en la conciencia. De hecho, realizar un hechizo consiste en jugar con las letras, en manipular palabras, para así alterar la conciencia de la gente, y por eso creo que un artista o un escritor es lo más parecido en la actualidad a un chamán”. El cómic es el arte que es capaz de transformar espacio en tiempo.
Un poco de magia no le hubiese venido mal en su barrio, allá en el remoto 1953. Sabemos que los mayores genios literarios acostumbran a nacer en un suburbio. Piensen, si no se lo creen, en el afuerino Miguel de Cervantes, nacido en Alcalá de Henares; en la cuna de William Shakespeare, hijo del pueblillo de Stratford; o en la infancia de Georgie Borges en el limítrofe Palermo. Alan Moore (Northampton, 1953) también lo es. La comparación tal vez no sea tan caprichosa como parece a simple vista. La revolución que ha provocado el guionista y creador en el mundo del tebeo es homologable a las hazañas del vate inglés, del falso manco de Lepanto y del porteño universal en la literatura. Vamos a demostrarlo.
Decíamos que el suburbio estimula a la imaginación, como si abrir esa ventana interior fuera la única manera de sobrevivir en un entorno monocromo y carente de oportunidades, lejos del centro. El pequeño Moore, a falta de vistas exteriores, se asoma a las viñetas de los tebeos que llegan de USA, tan diferentes a las que estaba acostumbrado. Escapismo del bueno en cuatricomía. Cuando la realidad flojea, nos quedan los mitos. En éstos, Moore no hace distinciones: lo mismo le vale la alcurnia antigua de las sagas nórdicas que la nueva estirpe de héroes que lucen trajes de lycra, tanto vale Odín como Batman. Flash como Zeus.
Después de una infancia brillante en la escuela de barrio, Moore se da de bruces con la realidad de su talento académico en el instituto. Descubre, pese a su pasmo, que no pasa de ser un alumno mediocre. Decide entonces que no quiere jugar a un juego al que no podrá ganar. Opta por la heterodoxia y el autoaprendizaje. A los 17 años, lo expulsan de la escuela por, entre otras cosas, hacer de camello a la hora del recreo sin demasiado disimulo. Así, privado de referencias y sin contactos, se pasa años deambulando por los peores trabajos posibles: limpiador de baños en hoteles, auxiliar de matarife, autor de cómics undeground, administrativo. Todo regado con sus buenas dosis de LSD.
Pronto descubre que no quiere dibujar más, que lo suyo es el guión. Ahonda en las historias, va pasando por capas y capas de fanzines y editoriales indies hasta que consigue depurar el método. En la época final de esa primera etapa da con su primer personaje popular. En una de esas revistas se publica por primera vez en blanco y negro la primera aventura de V de Vendetta, con su icónico anarquista tras la máscara de Guy Fawkes, que hará las delicias de indignados, quinceemistas y otros anonimous treinta años después. El proyecto original quedará en barbecho muchos años, hasta que lo retomará en color y con nuevos superpoderes como creador, para entregar el definitivo tomo final. La obra resulta un verdadero ensayo narrativo sobre el libre albedrío, explora los límites de la revolución en un Reino Unido futurista y fascistoide.
El joven llama la atención en USA, la todopoderosa DC se lo lleva para rehacer La cosa del pantano. El joven Moore convierte un cómic de monstruos segundón en una obra de arte. Por primera vez se habla en viñetas de superhéroes de ecología, sentimiento de culpa y asuntos sociales. Pasa también a escribir historias de Superman y Batman. En 1986, tras curtirse en mil guiones, llega a Whatchmen, tal vez su obra magna junto a From Hell. Una obra enorme, desbordante, que agranda los poderes del tebeo, que lleva al cómic a terrenos que ni siquiera había soñado hasta ese momento. Para hacernos una idea, es como si a día de hoy, una youtuber estuviera consiguiendo llevar al género a cotas de complejidad y belleza nunca vistas. Que además lo hiciera no remedando ningún arte anterior, sino que explorara las características intrínsecas del medio para exprimirlo hasta la esencia. ¡Ah, seguro que esa chica ya existe, pero no nos enteramos todavía!
Watchmen tira por la borda todos los prejuicios que el género iba acumulando con los años. Es compleja y adulta, no hace prisioneros, se la juega. En ella se explora el lado oscuro de la heroicidad, las miserias cotidianas de los superhéroes, sus problemas psíquicos y sexuales, sus depresiones. Esa hondura psicoanalítica no tiene parangón. Su metacrítica al género de superhéroes es similar a la que desarrolla la segunda parte de El Quijote respecto a los libros de caballería.
A la revolución conceptual, se le suma la