A mediados de este mes de julio se nos murió de cáncer Jaume Fargas (Manresa, 1952), conocido generalmente como El Fargas. Si no fue el primer hippy de Barcelona, poco le faltó, aunque ese cargo suele atribuírsele al dibujante de comics (e hindú honorario) Ernesto Carratalá. El Fargas nunca fue dibujante, pero sí un excelente compañero de viaje de la generación de El Vìbora, revista para la que realizó diversos cometidos, entre ellos el de añadir los genitales censurados en la edición original de algunos tebeos japoneses. Nadie le vio nunca vestido con algo que no fuera su pantalón vaquero de peto -eso que los franceses llaman salopette, una palabra muy graciosa- y siempre tuvo aspecto de ciudadano originario de algún país nórdico, como su hermana Eulalia: ambos eran altos, larguiruchos, más rubios que morenos y con unos rasgos nada comunes entre nosotros (Eulalia es una excelente gastrónoma que goza de buena salud, afortunadamente).
Visto desde fuera, supongo que el Fargas era eso que suele definirse como un excéntrico. Vegetariano, su nevera solía albergar un enorme perolo de arroz que hacía durar toda la semana. Siempre leía el periódico de la víspera porque sostenía -y no le faltaba razón- que las cosas no suelen cambiar radicalmente de un día para otro (y también es verdad que le salía más a cuenta trincar el periódico de un bar que adquirirlo en el quiosco). De pequeño formó parte de la célebre Escolanía de Montserrat, lo cual, intuyo, le llevó de mayor a producir un disco del coro infantil Els Cantaires del Cadí -ilustrado por el gran Max-, cuya aparición nos dejó patidifusos a más de uno, pues no entendíamos muy bien qué tenía que ver una agrupación de voces blancas con el underground. Ignorábamos que el Fargas era profesor de música por el método Suzuki -que me aspen si sé en qué consiste-, como ignorábamos -o tal vez solo yo- otras cosas del muchacho, como que trabajaba de telefonista nocturno en el hotel Avenida Palace.
Podría haberle conocido en 1974, cuando creó en el Born barcelonés la primera librería de cómics de España, Zap 275, donde había tebeos alternativos de Europa y Estados Unidos conseguidos a través de la Real Free Press de Amsterdam, ciudad donde nuestro hombre tenía muchos contactos (entre ellos, un librero llamado Kees que aparecía cada año por el Salón del Comic de Barcelona y se pillaba unas tajadas de capitán general del Imperio Austrohúngaro). Pero no le conocí entonces porque las tres veces que fui a Zap 275, allí no había nadie y la puerta estaba cerrada y lucía un cartelito que ponía algo así como “Si estamos, estamos, y si no estamos, no estamos”. Nada de “vuelvo en 15 minutos” ni nada parecido. Para conseguir acceder a la librería del Fargas había que confiar en la suerte. Yo abandoné tras la tercera intentona y me quedé sin conocer ese emporio del tebeo underground, aunque todos los que fueron más afortunados que yo aseguran que estaba la mar de bien.
El Fargas tuvo durante años un puesto en el Mercado de San Antonio, donde desplegaba su particular cornucopia de tebeos y objetos varios. Siempre con la salopette puesta. Mentiría si dijese que llegué a conocerlo íntimamente, pues nuestra relación nunca pasó de breves conversaciones fruto del azar, pero le tenía cariño. Era un buen tipo que consiguió vivir a su peculiar manera y sin hacer demasiadas concesiones a la dura realidad: de lo más zen que hemos tenido en Barcelona.