Era entonces el esplendor, el Renacimiento con sus suntuosos campaniles, la lujuria del dinero, el arte a todo gas. Florencia se levantó como la Atenas de un mundo que estaba aún con un pie en la luz cascada de la Edad Media. Coincidían allí decenas de talleres, pero había uno especialmente: el de Fra Angelico, el pintor que hizo surco en el oficio alistado como fraile dominico. Aprendió de los caminos abiertos por Agnoldo Gaddi y Lorenzo Monaco. Y coincidió con Masaccio y Filipo Lippi. Pero casi él solo prolongó hasta un nuevo territorio la pintura en la próspera sociedad florentina del Quattrocento.
En aquellos años y en aquella ciudad, el arte se abría al mundo a lomos de arponeros luminosos. Ghiberti trabajaba en la decoración de las puertas del baptisterio de la catedral. Donatello realizaba terracotas del gusto de los buenos linajes. Brunelleschi diseñaba en el cielo la cúpula de Santa Maria del Fiore. Y Fra Angelico hacía del color, del equilibrio y de la perspectiva una jerarquía formidable. Porque, en la densidad creadora del Renacimiento, la pintura encontró en el aire limpio de aquel monje del convento de San Domenico en Fiésole el primer síntoma de un nuevo impulso.
Por el lado de la devoción, Giorgio Vasari le calzó en Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos una formidable y extraña destreza: “Nunca levantó el pincel sin decir una oración ni pintó el crucifijo sin que las lágrimas resbalaran por sus mejillas”. Tal fama alcanzó tras su muerte que ésta le trastocó hasta el nombre que adoptó al entrar en los dominicos: de Fra Giovanni a Fra Angelico. Esa condición de religioso siempre le pesó, quedando en la historia del arte orillado como un pintor teológico al que le asistía un carácter bondadoso y una profunda espiritualidad.
A causa de esta inercia, el impacto de Fra Angelico --llamado Guido di Pietro cuando aún ejercía de ciudadano raso-- en el Renacimiento no había sido hasta ahora bien calculado. Como si costase reconocerle al fraile algo de la revolución que trajo en sus pinceles. De ahí el motor de la exposición confeccionada ahora por el Museo del Prado: Fra Angelico y los inicios del Renacimiento en Florencia. La muestra, a los mandos del conservador emérito del Philadelphia Museum of Art Carl Brandon Strehlke, recrea hasta el 15 de septiembre el ánimo furioso de aquel Quattrocento, la llama de una primera modernidad.
Y en el centro de esa aventura, Fra Angelico, el pintor más solicitado para decorar tanto las iglesias como los oratorios de la pujante oligarquía florentina. Y como símbolo, el retablo de La Anunciación, que se exhibe tras un largo proceso de restauración que ha revelado los colores primitivos del cuadro (el verde malaquita, el rojo carmesí y el lapislázuli) y el dibujo original de las alas del arcángel Gabriel, ahora simétricas pero antes desiguales. Así, mientras la trasera era curva, la del primer término aparecía recta y sinuosa, siguiendo la forma vertical que había provocado una fractura de los paneles.
El fraile dominico pintó La Anunciación a mediados de la década de 1420 para la reja que separaba en el convento de Fiésole a los monjes de los fieles. Ya entrenado en el ejercicio del preciosismo y la delicadeza a raíz de iluminar misales, el artista introdujo las últimas consignas estéticas de su tiempo. Del uso de la perspectiva hay algún eco en los bajorrelieves de Donatello y Ghiberti. El edificio parece inspirado en la Loggia del Hospital de los Inocentes que acababa de diseñar Brunelleschi, quien le influiría también a la hora de concebir el retablo de forma rectangular, sin curvas.
Por lo demás, de los azares de esta obra se sabe que fue vendida por la comunidad de Fiésole en 1611 para sufragar la construcción de un nuevo campanario, adquiriéndola el duque de Lerma, quien la donó a la iglesia de los dominicos de Valladolid. Dada la ignorancia de Fra Angelico en España a principios del siglo XVII, su llegada acaso se explique por la fama alcanzada gracias a las copias que remitían periódicamente los grandes duques de Toscana desde la década de 1580. En fecha desconocida pasó a las Descalzas Reales de Madrid y, de allí, al Museo del Prado en 1861 gracias a Isabel II.
Junto a La Anunciación, la exposición incluye entre su artillería cuadros como Historia de los padres del desierto, cuya narrativa casi se asemeja a la de una viñeta de cómic, o el Cristo Glorificado de San Domenico en Fiésole, en las que aparecen más de cien personajes. También cuelga la que posiblemente sea la adquisición más importante del Museo del Prado en el siglo XXI: la Virgen de la Granada, comprada en 2016 por 16 millones de euros a la Casa de Alba, donde ingresó en 1817 tras su compra en Florencia por Carlos Miguel Fitz-James Stuart y Silva, XIV duque de Alba.
Todas esas obras permiten escudriñar en las innovaciones técnicas y estéticas de Fra Angelico, a quien Juan Pablo II lo señaló en 1982 como beato de la Iglesia Católica. Pero más allá de los recursos devocionales, los avances en la perspectiva o la interpelación al espectador de la pintura, está el temblor, ese afán de captación del alma. Y que eso trascienda a lo visible. Como sucedió. Como sucede. Quizá por eso el Renacimiento es el primer peldaño de la modernidad. El resto de la Historia es de sobra conocido: iba el siglo XV tomando cuerpo y surgió una luz, hasta entonces, jamás imaginada.