De entre los artistas necesarios del siglo XVIII, sólo uno estuvo cerca de ser, además, imposible. Está claro de quién se trata: Giambattista Piranesi. Es difícil comprender en qué momento este hombre con cara de globo pasó a convertirse en un pez abisal de los que emergen de las profundidades dejando a su paso un apetito de asombrados fisgones. La modernidad madrugó en sus creaciones para asomar ese mundo hecho de todas esas inquietudes que sólo caben en el subconsciente. Imaginó así objetos imposibles (sillas, jarrones, candelabros...), y sus carceri (prisiones), dieciséis grabados ejecutados en un arrebato de fiebre, dispensan aún hoy algo parecido al terror.
De ahí que, en sí mismo, Piranesi no parezca exactamente un hombre sino una forma de entender el mundo lejos de cualquier canon, de cualquier tiempo, de cualquier convención. Nació en el pueblo italiano de Mogliano Veneto en 1720, hijo de un cantero que lo dejó pronto en el radar de su tío Matteo, magistrato delle acque de Venecia, a quien cabe atribuir que se le agolparan en la cabeza pensamientos alocados sobre la historia y la arquitectura. “Necesito ideas y creo que, si me encargasen el proyecto de un nuevo universo, un loco arrojo me empujaría a hacerlo”, aseguran que alguna vez dijo. Y, ciertas o no, estas palabras podrían ser, más que una aspiración, un lema vital.
Porque su expedición en el arte no fue extensa, pero sí osada. Personalísima. Extraña. Quizá extravagante. Auténtica. Realizó estudios de arquitectura, actividad que creía divina y, orgullosamente, firmó todas sus creaciones como “Giambattista Piranesi, arquitecto veneciano”. Con todo, fue un furtivo en el oficio. Sólo se le conocen dos proyectos constructivos: uno, el ábside de la basílica de San Juan de Letrán, en Roma, que nunca se llevó a cabo, y otro que sí se hizo realidad: la reforma y la decoración de la iglesia de Santa María de Aventino, un encargo de la Orden de Malta, también en la capital italiana, que le serviría de tumba en 1778.
Instalado a la fuga en el arte del grabado, Piranesi empeñó su existencia en la construcción de un universo propio cuajando imágenes fabulosas, como salidas de una furiosa cosmovisión. Este desvío de lo esperado le valió, en ocasiones, el estupor de sus coetáneos, pero también le ahorró fecha de caducidad. Fue un visionario de la imaginería del Romanticismo e, incluso, sus ideas imantaron a los creadores más expeditivos y feroces del siglo XX: Yourcenar, Huxley, Borges, Breton… Sin ir más lejos, su trabajo encajó en el “árbol genealógico” del surrealismo que armó el director del MoMA, Alfred H. Barr, en la exposición Fantastic Art, Dada, Surrealism (1936-1937).
Pero él también destripó con la técnica del rayado el pasado glorioso de Roma en las vedutes (vistas) que monarcas, aristócratas y viajeros del Grand Tour –itinerario que los jóvenes adinerados realizaban en los siglos XVIII y XIX para completar su formación– perseguían como el más preciado souvenir. A través de estos aguafuertes, Piranesi hizo una autopsia de la ciudad forzando los encuadres y dramatizando la arquitectura, como si hubiese querido medirle el tiempo a las piedras. A sus ojos, el espacio urbano se convirtió en un ejercicio de melancolía. Como si la historia y la arquitectura sólo fueran posible narrarlas o discutirlas a partir del mecanismo cansado de las ruinas.
Tasado con estos antecedentes entre los indescifrables de la historia del arte, la Biblioteca Nacional de España (BNE) ha actualizado la huella del artista en sus fondos con una exposición y la edición de un catálogo razonado: son más de 2.400 estampas entre hojas sueltas y libros y uno de los escasos dibujos que de él se conservan, perteneciente a la serie de las carcieri. El esfuerzo pone en hora con medio millar de nuevas atribuciones el trabajo de Enrique Lafuente Ferrari, quien firmó en 1936 el primer inventario de Piranesi. Además, se han digitalizado y restaurado todos sus aguafuertes, con la colaboración del Instituto de Patrimonio Cultural de España (IPCE).
En paralelo, la exposición confeccionada por Delfín Rodríguez Ruiz y Helena Pérez Gallardo explora la relación con España del artista, quien estuvo en la diana de las predilecciones de reyes como Felipe V, Carlos III y Carlos IV. Son un total de 240 estampas con su firma que se ponen en relación con trabajos de otros autores que influyeron notablemente en la obra del arquitecto y grabador veneciano, del siglo XVI al XVIII, de Palladio, Duperac y Juvarra a Fischer von Erlach, Tiépolo, Canaletto y Giuseppe Vasi, su maestro en la disciplina del aguafuerte. Y a todos ellos, de algún modo, desafió al fijarse como destino esta consigna: “Al ensuciar, se encuentra”.
Pero no era un extravagante, ni un forofo del diletantismo, ni un gimnasta de la exhibición. Lo suyo era distinto. Casi como Goya, sólo que él se situó más cerca de la exuberancia, pues la exuberancia es belleza. Así, entre esos hombres abundantes que están siempre listos para expresar el mundo a su manera permaneció, solo y acallado, Giambattista Piranesi, quien su rareza aún nos atrae. “Nos agrada alternativamente lo alegre y lo grave y hasta lo patético, y aún el horror de la batalla tiene su belleza, y del temor mana el placer”, dejó escrito en 1769, a modo de profecía, este arquitecto sin horma, este artista con misterio.