La intemperie obligó a convertir los harapos de un mendigo en los estampados sedosos de Arlequín. Así, por el simple tránsito del deterioro al color, el personaje central de la Commedia dell’Arte ascendió a la cima teatral callejera en un tiempo de chanzas. El que mejor conoce esta historia es el veterano actor Ferruco Soleri, estrella del Piccolo Teatro de Milán, que ha batido el record Guinness de interpretaciones de Arlequín; Soleri lo cuenta con un tono gestual parecido al que mostraba Carlo Colombaioni, aquel payaso mítico de Fellini y Darío Fo, que hablaba sin pronunciar palabras. A la gente que abunda los aforos, les hablas de Arlequín en el Píccolo y tienen a mano mil anécdotas para llorar y reír ¿Puede haber algo mejor?
No hay duda de que el motivo de la inspiración de Picasso a la hora de pintar su Arlequín estuvo en las artes escénicas, como les ocurrió a Renoir, Juan Gris o André Derain. Pero la idea de sacar a Arlequín del cuadro tiene un origen más prosaico: arranca cuando el gran coleccionista Luis Plandiura ofreció 400 pesetas de 1917 por la tela de Picasso. Todo había comenzado en medio de un homenaje al pintor celebrado en las Galerías Layetana, cuando Miguel Utrillo soltó un speech sobre la necesidad de que Barcelona contara con una muestra permanente del genio malagueño. Poco después, Picasso recibió en París una carta expiatoria invitándole a participar en la Exposición de Arte de 1919. Y el padre del cubismo respondió obsequiando su Arlequín a la Junta de Museos de la ciudad. En el centenario de aquella donación, el Museu Picasso de Barcelona la celebra estos días a base de mimo, danza, música y circo interactuando con los visitantes.
El cruce entre Arlequín y la historia de las letras es incontable. Shakespeare y Calderón adaptaron trasuntos de los delirantes callejeros de la Commedia. Por su parte, Molière, como autor y autor, trasladó a su teatro a algunos de estos personajes y dejó ecos evidentes de la Commedia con el avaro Harpagon, el hipocondriaco Argan, Mr. Jourdain el burgués gentilhombre o el pedante Trisotin. En los escenarios de Versalles, levantados por Luis XIV, Molière --valet de chambre de la corona-- reconvirtió la Commedia dell’Arte en lo que, tras su muerte, sería la Comedie Française. El gran dramaturgo dio vida a Tartufo, Dorina, Orgón y Cleanto, todos inspirados en Arlequín y su troupe.
En un punto cenital de la narrativa contemporánea, Arlequín invadió los escenarios autodestructivos del siglo XX. Ocurrió por ejemplo en La muerte en Venecia, de Thomas Mann, cuando el músico Gustav Achembach soporta la entrada grotesca de su Arlequín, en pleno concierto. El genio lleva sobre sus hombros el edificio artificial de su cartel público, pero sucumbe a la mirada del joven Tadzio, en el Hotel des Bains, junto al Gran Canal de Venecia; y se pregunta, si se dejará llevar por el baile de los juglares o se mantendrá dentro del orden métrico de sus mejores sinfonías.
Su ruptura interior anticipa su cercana muerte. Es la misma sensación de final que ocupó media vida de Borges, bien delimitada en Funes, el memorioso. Arlequín es el elixir de la eterna juventud, aquel ideal del fatum romántico que alcanzó el Doctor Faustus (vuelve Mann) y que combatió Borges --a menudo decía: “yo me quiero morir, pero algunos dicen que soy inmortal”-- en su cuento La muerte y la brújula, en el que el personaje de la Commedia aparece como un síntoma del mundo al revés, una involución carnavalesca.
Borges significaba el culto a la palabra y la negación del sentido en medio de artificios infinitos; y Arlequín, acostumbrado a la inseguridad de la calle, debió sentirse cómodo en la intrincada caverna de espejos del escritor argentino. Y detrás de Borges entra sin calzador la agudeza mental de Vladimir Nabokov en ¡Mira los arlequines!, la autobiografía de una vida cercana, pero no la propia, concretamente la de Vadim Vadimovich N, anagrama del nombre del autor. Estos arlequines de Nabokov se cruzan con sus historias autobiográficas directas (Pálido fuego y Habla memoria) para levantar este Mondo Nabokov expresado como “la omnipresencia del pasado y la textura del tiempo; los nudos de la desilusión romántica, la animación de objetos o el asesinato amoroso y fou”, en palabras de Rodrigo Fresán.
Una de las muestras arlequinadas más explícitas y sin embargo sutiles puede encontrase en la narración victoriana del asesinato de Lord Cronshaw y la muerte de su amante, Coco Courtenay, en el nudo de El caso del Baile de la Victoria, una de las entregas de Agatha Christie. Esta historia cuenta la aniquilación de un ser humano que supeditó su líbido a la voluntad de otro. Gronshau se viste de Arlequín para la ocasión y Coco de Colombina; y entre ellos solo fluye el placer exacerbado como un exceso impuesto por el primero sobre una mujer debilitada por el consumo de psicotrópicos. Movida por el puritanismo de su público, la Christie oculta el sadomasoquismo de dos amantes conflictivos. Pero, por debajo de las apariencias, su detective, Hércules Poirot, muestra una humana comprensión hacia ética del placer. El asesino, el astuto y gris Brighella (otro personaje de la Commedia), eslabón de una red de estupefacientes, es la mano moralizante, el resentimiento.
La vanguardia más dura de las letras y la menos reconocida en vida, la de Witold Gombrowicz y su asombroso Ferdiduke, bebió también en los trazos de la estética inspiradora de Arlequín. Du Diario --una joya del género-- y sus novelas, como Transatlántico (1952) o Pornografía (1960), acabaron convirtiendo al autor polaco en un escritor muy influyente en Argentina, su país de exilio, a pesar de que nunca escribió ni una sola línea en castellano. Ernesto Sábato prologó una edición de Ferdydurke en francés y Ricardo Piglia llegó a escribir, ya en la década de los 80 (el autor había fallecido en 1969), que “Gombrowicz había sido el novelista más importante de Argentina en el siglo XX”.
En Arlequín, la palabra y el pincel componen un nexo indescifrable y enormemente atractivo. En su cuadro, Carnaval de Arlequín, Joan Miró tomó la tradición francesa del bufón con harapos multicolores (antes de convertirse en el centro de la Commedia), para desvelar el eterno campesino catalán que llevaba dentro el mismo pintor. Mediante la parodia, Miró se liberó de la pesada carga de integridad que se le atribuyó toda la vida. Su relación con Arlequín nació de la necesidad de sentirse huésped del carnaval callejero; de sentirse libre de encasillamientos vanguardistas. Acabó el cuadro en 1939, y publicó una reprografía acompañada de un texto poético propio, en la revista Verve, dominada por Bretón y los mandarines de las vanguardias.
Ahora, en el museo situado en el corazón del gótico barcelonés, el mimo da vida al personaje; Arlequín sale el cuadro al encuentro de los talleres que acompañan a la pintura para revivir al coreógrafo y bailarín Leónide Massine, recreado por Picasso en 1917. Recupera así el argumento escrito, aquel mismo año, para el Gran Teatro del Liceo, con el espectáculo Parade, a cargo entonces de la Compañía de Ballets Rusos. Fue en 1917, durante aquel otoño en Petrogrado; el momento de la toma del Palacio de Invierno de los Romanov, recogido por John Reed en su libro Cien días que estremecieron al mundo. De aquel asunto, tan y tan controvertido, Arlequín se desentendió. Desde su alma flotante, metabolizó el impacto bolchevique en clave de sarcasmo como lo habría hecho Tartufo, su homólogo teatralmente más logrado. El Arlequín de Barcelona, como se conoce al cuadro en las exposiciones itinerantes y en los cocteles de Sotheby's y Christie's, es una pieza singular. Concentra el trazo de Picasso, pórtico del arte contemporáneo.