Morandi, el pirómano tranquilo
El Guggenheim de Bilbao emparenta al extraño artista italiano con los maestros del Siglo de Oro, en los que halló el impulso para contar la modernidad pintando los utensilios más cotidianos
15 mayo, 2019 00:00A Morandi es fácil imaginarlo como un señor callado, obsesivo, seguro de lo suyo o dudando de otra manera. A lo Vermeer. Quizás como Hopper. Uno de esos artistas que se situaron en la vida con voluntad esteparia sin que lo que sucediera alrededor le alterase el pulso en exceso. Un pintor enigma: más por la extraña potencia de su pincel que por las explosivas credenciales de su biografía. Se plantó ante los lienzos con vocación de alumbrar profundidades, pero permaneció siempre a salvo en casa, atendido por su madre y sus hermanas solteras, y fue escasamente favorable a salir de caza fuera del plácido reino que delimitaba la extensión de su estudio y su dormitorio.
No fue la suya, por tanto, una existencia épica por fuera. No estuvo confeccionada de hazañas incalculables, sino de silencios y horas de taller. Pero de su trabajo sí se transpira una excelente aventura interior por la que ensanchar el camino de la pintura de su tiempo. De un lado, asumió la obra de los artistas del pasado como campo de aprendizaje y experimentación; de otro, volteó el arte de su época planteando nuevas preguntas y aproximaciones. Desde aquel piso inmenso situado en el número 36 de la Via Fondazza de Bolonia, Giorgio Morandi dio candela a su mundo al revés, resuelto siempre en la revisión obsesiva de los objetos más simples, humildes, cotidianos.
A las claras, él fue un resistente. Alguien capaz de soportar el rodillo del futurismo, el cliché de los surrealistas, la cal viva del fascismo y de seguir en pie por cuenta propia. Ese carácter esquivo favoreció la leyenda. Y luego, el mercado, como siempre. Pero, entre una cosa y otra, logró hacerse sitio y, a rachas, ser considerado un pintor de referencia. Porque, a su manera, lo es. Aunque no como jefe de tribu, sino dentro de una reducida tradición que da ciertas claves sobre el porqué de su mirada insólita. Giorgio de Chirico advirtió de “la metafísica de los objetos más comunes” que latía en los vasos, las tazas, las latas y las botellas que su amigo pintaba con misteriosa ofuscación.
Naturaleza muerta (1924), propiedad del Museo Morandi de Bolonia / MORANDI, VEGAP, BILBAO, 2019.
Así, él escogió la senda de la figuración, pero no exactamente de la realidad. O no, al menos, de lo evidente. Por maestro principal tuvo a Cézanne, patrocinador del raro talento de aquel muchacho seco y alargado como una caña. Morandi comenzó a pintar al poco del siglo XX tanteando a ciegas desde una especie de misantropía, que era la de no seguir escuelas, eligiendo la senda de lo que estaba ya fuera de sitio, aunque estuviera enclavijado en la Historia: Giotto, Crespi, Masaccio, Caravaggio, El Greco, Zurbarán, Velázquez... Chardin, de seguro. Los de la tribu del pasado. Los indiscutibles del tiempo antiguo. Y eso empujó muy pronto su trabajo al lugar de lo imperecedero.
Abundar en este terreno es el propósito de la exposición que el Guggenheim de Bilbao acoge hasta el 6 de octubre con título de relumbrón, Una mirada atrás: Giorgio Morandi y los maestros antiguos, y de la que es comisaria Petra Joos, directora de actividades museísticas del centro vasco. A través de un importante despliegue de obras se aspira a dejar resuelta la singular jurisdicción del pintor que nació el mismo año,1890, en que Van Gogh optó por decirnos adiós pegándose un disparo en el pecho. Desde sus primeros tanteos con las vanguardias a la asimilación de la modernidad por el lado sulfúrico de la soledad, la incomunicación y el temblor emocional de las cosas.
Naturaleza muerta (1944), de la Colección Nahmad./ GIORGIO MORANDI, VEGAP, BILBAO, 2019
De algún modo, se trata de darle un sitio claro en la historia del arte. De fijar las coordenadas que le alumbran dentro de su tiempo. Es decir, revelar sus raíces. “Los maestros antiguos y modernos me llevaron a considerar con cuánta sinceridad y sencillez (…) habían producido obras vivas y llenas de poesía”, escribió Morandi en 1928, haciendo pie en los bodegones de Zurbarán y Meléndez. También sintió devoción por El Greco, a quien consideró como el mejor pintor de flores tras observar en una reproducción del tamaño de un sello uno de los lienzos que el artista cretense ejecutó para la capilla Oballe en la iglesia de San Vicente Mártir, en Toledo.
En esa estela también sobresale la huella que le dejó el francés Jean-Baptiste Siméon Chardin, pintor de género a quien le otorgó la invención de la naturaleza muerta del mundo contemporáneo. Ese descubrimiento le proporcionó a Morandi una convicción distinta de entender la modernidad desde la esquina de lo palpable, de lo material, de lo visible. Y todo ocurrió cuando en el arte se buscaban un remanso y un puñado de reglas, una objetividad que andaba diluida, por esas fechas, en otros profundos juegos de chistera. Lo suyo en el arte acabó, entonces, en un permanente ejercicio de depuración. Por medio de la reiteración, el pintor boloñés se arrimó a la perfección.
Hace veinte años, una exposición antológica en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid reveló toda la potencia de la obra de Morandi, el vuelo completo de su aprendizaje y de su biografía. Ahora se trata de un proyecto más íntimo. Morandi es mucho más él visto en dosis tan cautelosas como las que él mismo ejercitaba: en la escasez de medios se revela la fuerza expresiva que puede lograrse con muy poco, la riqueza escondida en lo común y lo cercano, la variedad que resulta de la observación y el manejo de lo que sólo superficialmente es monotonía. Él fue, en definitiva, un pirómano, pero un pirómano tranquilo. Nos enseñó el método para arder por dentro.