De casta le venía al galgo. Su padre, que se llamaba igual que él (o viceversa), Guillem Cifré, creó para los tebeos Bruguera al periodista más atrabiliario de la historia del cómic, El repórter Tribulete (que en todas partes se mete), solo superado años después --en torpeza, mala suerte e ineptitud-- por el Perico Carambola de Ignacio Vidal-Folch y Miguel Gallardo. Tribulete era un muchacho emprendedor y metepatas que trabajaba para El Chafardero Indomable, cuya redacción estaba en la inexistente calle del Pez, en Barcelona. Moncho Alpuente, otro muerto glorioso, me contó una vez que él había nacido en la madrileña calle del Pez, cosa que le llenaba de orgullo, y que había tardado un poco en descubrir el significado de la palabra chafardero (cotilla, chismoso), que no existe en castellano y es una brillante catalanada que proviene del verbo xafardejar. Mucho antes que Eduardo Mendoza, Cifré padre ya exportaba palabras al resto de España.
Nacido en 1952, mi Guillem Cifré nos dejó antes de tiempo, en 2014. Nunca fuimos amigos íntimos --ese cargo lo ocupó mi viejo compadre de la universidad Juan Bufill, poeta, fotógrafo, crítico de arte y comisario de exposiciones, que colaboró con el artista en algunas historietas y ha escrito sobre él más que nadie--, pero siempre nos caímos bien. A mí me gustaban mucho sus cómics, en los que era imposible distinguir influencia alguna. Cifré era un tipo muy especial, pero eso no le impedía mostrarse extraordinariamente simpático. Suele abusarse del concepto de artista que vive en un mundo propio, pero en el caso que nos ocupa era absolutamente cierto. Como dibujante, dominaba un blanco y negro prácticamente expresionista que ponía al servicio de unas historias únicas y, para mucha gente, incomprensibles (en eso era como el valenciano Micharmut, también fallecido, un artista que me fascinaba, pero al que nunca llegué a entender muy bien de qué me hablaba, aunque me daba lo mismo. Creo que el gran Jesús Cuadrado fue el único de todos nosotros que llegó a comprenderlo de verdad). A mí no me importaba mucho lo que me contaba porque leer a Cifré era más que leer, era una experiencia insólita y gratificante. Aunque pasó por El Víbora y por Cairo, lo suyo no fue nunca línea chunga ni línea clara. Él solo obedecía a su cerebro y es de los pocos dibujantes que he conocido que funcionaba igual de bien en el cómic y en la ilustración.
Cuando descubría algo que intelectualmente le interpelaba, Guillem era de los que tenían la necesidad de proclamarlo a los cuatro vientos. La imagen que se me ha quedado de él para la eternidad se dio durante la celebración de un salón del comic en Barcelona, no recuerdo de qué año. Sí recuerdo a una pandilla de sospechosos habituales a los que Cifré informó de uno en uno que había descubierto a un cantante italiano que lo tenía fascinado. Hasta el punto de que la cena concluyó con Guillem subido a una silla y clamando: “¡Battiato, Battiato, Battiato”, entre la algarabía general de los que le decíamos que se bajara de la silla, no fuera a darse un morrón, y que había que ir a seguirse emborrachando en otra parte.
Artista único en su originalidad, Cifré nunca obtuvo (ni buscó) el éxito profesional. Él iba a lo suyo y pasaba de insertarse en ninguna escuela y de acogerse a ninguna tradición. Fue de lo mejor que dio el boom del cómic español de los años 80, aunque muy pocos se dieron cuenta. En su perfección, hasta tenía cara de personaje de tebeo: nariz aguileña, alopecia incipiente con cuatro pelos de punta y ojos saltones tras unas gafas negras de pasta. No sé de qué se murió, pero me da igual: prefiero recordarlo subido a la silla y dando vivas a Franco Battiato.