Una cosa es la experiencia de disfrutar --o de padecer-- una exposición de un artista interesante, como Autorretrato de otro, de Tetsuya Ishida (1973-2005), pintor surrealista de la vida contemporánea japonesa --o, en general, de la vida mecanizada, desafecta, solitaria-- en el palacio de Velázquez de Madrid. Las fantasiosas pesadillas de Ishida desazonan y uno no quisiera salir del pabellón, quisiera detenerse un rato más para seguir haciendo simbólicamente compañía a aquel artista y para ver de meterse en su extraña, pesimista visión del mundo moderno y de sus congéneres; de hecho, tan pesimista que se suicidó a los 32 años.
Su obra, figurativa, parcialmente enigmática, totalmente angustiada, casi toda pintada a base de pintura acrílica, retrata a seres humanos, a menudo un chico anónimo, convertido en pieza de una cadena de montaje; metamorfoseado en un híbrido de hombre y máquina; asomando la cabeza y las extremidades por las cuatro paredes del colegio donde está apresado como en una especie de apretada jaula; en “Distancia” es un monstruo con cabeza humana que telefonea en una cabina; en “Retirado” sus miembros están ordenadamente colocados en los alveolos de una caja de porespán que manejan unos operarios con bata blanca. En “Queja”, otros hombres indiferentes sujetan las pinzas de cangrejo que son las manos de un hombre de rodillas que se lamenta, rodeado por un vuelo de tickets de metro o quizá billetes de lotería no premiados; en “Búsqueda”, sobre las formas cóncavas y convexas de un hombre parcialmente cubierto de musgo se extienden las vías de ferrocarril por las que circulan varios trenes. Todo plasmado a plena luz, con muy buen dibujo, detallista y preciso. Impactante ya a primera vista y reclamando del espectador que se pare, que se demore en cada pintura.
Obra de Tetsuya Ishida en la exposición 'Autorretrato de otro' / IGNACIO VIDAL-FOLCH
Una cosa es, decíamos, visitar una exposición como la de Ishida en el palacio de Velázquez, y otra muy distinta y no menos interesante es, después de haberla visitado, recorrer unos pocos cientos de metros y visitar también “Cuatro moldes”, la exposición de Charles Ray (1953) en el contiguo Palacio de Cristal. Como la otra, esta exposición la organiza el Reina Sofía, es de entrada gratuita y podrá visitarse hasta el 8 de septiembre.
Ray revisita la escultura clásica con un toque de ironía desmitificadora. Así, por ejemplo, “Mujer reclinada” representa a una especie de parodia de la Venus de Canova, ligeramente pesada, desidealizada; en “Atarse los zapatos” un adolescente también desnudo imita al Niño de la Espina helenístico, con la particularidad de que sus partes pudendas cuelgan ostensiblemente, lo cual, claro está, provoca las risitas de las visitantes adolescentes, que móvil en mano se tiran por el suelo para sacar fotos reveladoras que compartir con sus amiguitas; y probablemente no ha habido en la historia del arte una escultura ecuestre menos épica que “Caballo y jinete”, donde el mismo artista se representa subido a un manso caballo.
Ray me parece solo un tipo ocurrente, eso sí con un dominio técnico notable. Pero aunque su obra no me interese, la celebro porque hace contrapeso con la de Ishida. Qué diferencia de atmósfera, de propósito, de distancia: el japonés se confiesa y denuncia, el norteamericano ironiza. Uno pinta desde las hondas bóvedas del alma, el otro organiza su crítica desde un humor leve y vagamente superficial.
Recomiendo la experiencia de ver las dos exposiciones una detrás de la otra. Así se redobla de ambigüedades chirriantes, de contrariedades, de derrapaje mental, de entradas y salidas en diferentes y contradictorias mentalidades. Son dos maneras tan diferentes y opuestas no solo de ver la vida, sino también de estar en ella, que yo creo que con las dos no puedes hacer una síntesis, pero a lo mejor sí puedes especular con la formulación de otra, de una tercera manera.