No había empezado el siglo XX, pero ya había terminado el XIX cuando el aristócrata Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901) puso por primera vez pie en Montmartre, aquella esquina de París que se disponía a despeinar Europa con un ventarrón de vanguardias. El muchacho quería ser pintor. Atesoraba un talento aún inédito y se ceñía trajes de buen paño con chaleco a juego en un cuerpo algo contrahecho: apenas levantaba metro y medio del suelo. Salió de casa en 1881 con un dinero que le dio su tío y, cuando llegó al destino, decidió inmolarse con el combustible de la absenta y de los vinazos. En realidad, él siempre demostró una excelente solvencia para el exceso.  

De ahí que toda la obra de Toulouse-Lautrec conserve una estela de circo ambulante. No hay en todo el arte un creador que asuma a su modo el oficio de pintar como un constante traslado de las noches al papel y del papel a las noches. Él iba impulsado por un idioma lúdico que nunca llegaba a concretar del todo aquello que estaba dispuesto a contarnos. Por sus trabajos corre un calambre o chorro lírico que colisiona al final con una alegría crónica y un esnobismo de fondo. Es un artista cruzado con cientos de madrugadas fuertes, con una estética de desvanes catastróficos, con opio y con tabaco de pipa. Y de esos encuentros fortuitos, sale él de cuerpo entero, abotijado y festivo.

Varias personas pasean por las salas de la exposición ‘Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre’. OBRA SOCIAL LA CAIXA

Varias personas pasean por las salas de la exposición Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre. / LA CAIXA

“Soy feo, pero la vida es hermosa”, llegó a decir Toulouse-Lautrec, quien podía pasar varias noches sin dormir, saltando de una insomne habitación de hotel a otra, de un salón de la alta sociedad a un tabernón catastrófico sin descompresión previa. Sus borracheras y sus vicios adquirieron volumen de gran acontecimiento. El muchacho era de naturaleza viscosa y sólo se detenía para el acto solemne de pintar. Claro que los lápices y los pinceles dotaron a aquel hombrecito aún tierno de un aura de genialidad, quitándole el peso de ser auscultado como una rareza o una excentricidad. Y todo ocurrió en un trozo de ciudad que cada noche ardía y reventaba las costuras.

Es en ese momento justo, un segundo antes del frenesí y la orgía, cuando se detiene la exposición Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre, que propone aquella geografía de arrabal como el informe más exacto de sus logros artísticos. Porque, en medio de la democracia callejera e inspirada de aquel suburbio de París, el pintor e ilustrador se calzaba unas borracheras de muchas leguas, pero despuntaba en carteles e ilustraciones que sorprendían al personal de los tugurios, que era el panal de la gente que realmente importa. Hasta 60 obras suyas, incluidos seis óleos y un dibujo, se exhiben en la muestra que recala hasta el 19 de mayo en el Caixaforum Madrid.  

La apoteosis de los gatos’, de T. A. Steinlen, incluido en la exposición ‘Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre’. OBRA SOCIAL LA CAIXA

La apoteosis de los gatos, de T. A. Steinlen, incluido en la exposición / LA CAIXA.

Pero la exposición abre el foco más allá de Toulouse-Lautrec. También hay espacio para esa turba de genios que bebía gasolina con él hasta explotar en los cabarés y en los burdeles de Montmartre: Van Gogh, Manet, Anquetin, Bonnard, Legrand, Maurin, Valvat, Willete... En medio del hambre y del delirio, ellos vivieron su propia aventura ajenos a todo aquello que no estuviera en la diana de sus intereses o de sus obsesiones. En el transcurso de unos pocos años, esta cuadrilla saltó al centro mismo del arte ataviada con una dialéctica de noches locas, apetito de cuerpos nuevos y un alma de gran tonelaje para arrear contra las convenciones

“Nada era sagrado para este grupo de artistas que querían cambiar el arte y dejar de hablar del pasado para hacerlo del presente con humor e ironía”, señala el crítico y comisario de la muestra, Phillip Dennis Cate. El espectáculo de la ciudad moderna se coló en las creaciones de estos artistas que asimilaron las nuevas técnicas de impresión y se internaron, a modo de pioneros, en la publicidad. Así, los miembros de la comunidad artística de Montmartre proclamaron su independencia, su compromiso social y político, y sus preferencias artísticas mediante la manipulación de las técnicas artísticas en la pintura, la escultura, la música, el teatro y, también, el circo.   

Una visitante observa el dibujo de Charles Maurin ‘Mujer desnuda recostada’, realizado hacia 1895. OBRA SOCIAL LA CAIXA

Una visitante observa el dibujo de Charles Maurin Mujer desnuda recostada, realizado hacia 1895 / LA CAIXA.

Que se diera en tan pocos metros aquella concentración de tarados se explica, en buena medida, por la transformación de Montmartre en el centro de la vida artística y literaria de París a comienzos del decenio de 1880. Acaso la chispa que encendió la mecha fue la inauguración del cabaré Le Chat Noir en el número 84 del bulevar Rochechouart. El garito de Rodolphe Salis, otro artista frustrado, se convirtió en el refugio de poetas, músicos, pintores y alguna otra especie por anillar que asistían cada noche al teatro de sombras de Henri Riviére, quien incorporó en sofisticados montajes todos los futuros elementos del cinematógrafo: el movimiento, el color y el sonido.       

A modo de arqueología urbana, Toulouse-Lautrec y el espíritu de Montmartre permite asistir a la explosión de la bohemia en este rincón, donde, a finales del siglo XIX, ya existían más de 40 locales de entretenimiento: cabarés, cafés concierto, salas de baile, music-halls, teatros... Sin embargo, Toulouse-Lautrec acabó agujereado por la cirrosis y la sífilis, y la rebeldía artística terminó, paradójicamente, por convertirse, en reclamo de las guías turísticas. Atrás quedaron unos años fascinantes donde la propuesta era no llegar a ninguna meta, sino avanzar. "Montmartre era radical, antisistema y antiburgués por definición", concluye el comisario Phillip Dennis Cate.