Muy temprano, en la madrugada del lunes 12 de noviembre, Charles Xavier, líder telépata de la Patrulla X, parecía utilizar sus poderes para avisarnos a todos, y al mismo tiempo, de la muerte a los 95 años de edad de Stanley Lieber Martin (Nueva York, 1922- Los Ángeles, 2018): patriarca del cetro marveliano, polémico demiurgo charlatán, aspirante a Walt Disney del siglo XXI, severo adicto a los cameos. Los diarios respondieron a la pérdida con su raudo teclequeteo, los niños lloraron su pena camino del colegio, los blogs, podcasts y redes sociales se nos llenaron de estampitas dedicadas a nuestro nuevo santo laico mientras los tuiteros afilaban los comentarios irónicos para suministrar la exacta dosis de zascas a todo el mundo, esa extraña forma de duelo. Al auscultar el latido del planeta se podía escuchar un rumor de lamento y elegía. Un ritmo triste. Y así, de mensaje de condolencia en condolencia, de declaración en declaración, el mundo entero parecía abrazarse a sí mismo con los kilométricos brazos elásticos de Reed Richards --líder de los 4 fantásticos, prescriptor de las patillas canas que luego copiaría Felipe González-- para consolar el llanto de lectores y fans.
Podría parecer una reacción exagerada --a veces el mundo tiene la piel atópica-- ante la muerte de un directivo avispado, de un creador dotado de imaginación que irónicamente dedicó la mayor parte de su vida a malgastarla al dictado por teléfono; evocador de tramas muy abiertas que los dibujantes dotadísimos de su compañía acabarían por llevar a otro estado de maestría. La cara vista del personaje, por citar a los clásicos, es un anuncio de dentífrico: éxito y creatividad, buenrollismo capitalista; la cara oculta es la resulta de sumar mercadotecnia, carisma y cierto esclavismo laboral.
Pero permitidme ahora un breve cameo de un héroe de DC, la competencia. En su primera película, Superman, loco de dolor ante la evidencia de la muerte de Lois Lane, decide volar a supervelocidad alrededor del globo terráqueo para conseguir cambiar la dirección de la rotación del planeta y así revertir el tiempo. Vamos a plagiarle el método. Después del meneo centrífugo aparecemos en un Nueva York durante los años 30. Asistimos al nacimiento de un nuevo héroe. Sin duda el más exitoso de los más de tres mil que Stan Lee imaginaría en más de sesenta años de carrera: él mismo. Esta historia no podría empezar en otro escenario. Miren este cuchitril. Apenas tiene cincuenta metros cuadros. Los padres duermen en un pequeño colchón abatible en pequeño comedor, a veces les cuesta llegar a fin de mes y la Gran Depresión siempre como falsilla. Todo héroe necesita determinadas premisas: el origen humilde, un padre ausente, una herida. Spiderman, Superman, Batman y Jesús de Nazaret.
El niño Stanley las tiene todas y se estrena pronto en múltiples oficios que le adiestran en el arte marcial del don de gentes, en la poligrafía nuestra de cada día: escribe obituarios, felicitaciones, cartas comerciales. En pocos años el chaval ya es un campeón del desparpajo. Por la vieja estrategia del enchufe llega a Timely Comics cuando dedicarse a la creación de historietas apenas es un negocio del que avergonzarse. Las juntas de control médicas incluso acusan al género de causar trastornos a los jóvenes lectores.
Los superhéroes de Stan Lee
Al principio en la redacción se dedica a traer bocatas, a borrar los restos de lápiz de las páginas ya entintadas, a molestar a sus compañeros con improbables conciertos de flauta. Se alista en el ejército para combatir en la Segunda Guerra Mundial desde la trinchera de su tablero de guionista. Casi paralelamente le piden que escriba un texto para acompañar unas ilustraciones en el tercer número del nuevo superhéroe patriótico: Capitán América. Lo hacen para beneficiarse del descuento postal con que el gobierno subvenciona las publicaciones escritas. Pero el debut abochorna tanto al joven que decide firmar con pseudónimo. Recordemos que eran tiempo todavía lejanos para la fiesta del orgullo friqui, los nerds seguían agazapados en el armario de marginación social.
Los gerifaltes del cómic pregonaban que los fans no querían calidad sino cantidad. El joven Stanley por aquel entonces se confiesa fan de Robert Louis Stevenson y su isla del tesoro. De las novelas clásicas y fantásticas de H.G. Wells que le permitían escaparse de la tediosa realidad, de la precisión estratégica de los textos de Conan Doyle. Así que a la hora de firmar como autor por primera vez decide ponerse un pseudónimo homófono: Stan Lee. Stanley Martin Lieber quiere guardarse su nombre real para encabezar la más gran novela americana nunca antes publicada. Nunca la escribirá. O tal vez sí. La verdadera gran novela americana del presente puede que se escriba en los verticales renglones de la cuenta corriente. En los millones de los comentarios en redes sociales.
El debut no cambia nada. Durante las dos próximas décadas se dedica a escribir morrallita rellena-páginas, aventuras olvidables, diálogos de aluvión. Hasta que llega 1961 y salta la banca. Stan, en plena crisis de los 40, está harto del trabajo que realiza en le editorial. Imagina un nuevo tipo de negocio y de arte y de aceptación. Esa visión es su superpoder. Las acaba consiguiendo todas. La leyenda explica que cuando le comunica a su esposa Joan que quiere abandonar el negocio esta le contesta que cree la historia que a él le gustaría leer.
Viñeta de Secret Wars
Y, entonces, con el estímulo de lo bien que funcionaba La liga de la justicia en la competencia, Stan Lee imagina a los 4 fantásticos y Jack Kirby los realiza. Sócrates y Platón. Hilemorfismo. Son cuatro tipos en pijama que obtienen sus superpoderes debido a la explosión a rayos cósmicos en un misión espacial. Reed Richards, científico que puede estirar su cuerpo hiperlaxo hasta límites imposibles, Su Storm, la mujer invisible, que puede hacerse invisible y crear campos de fuerza y su hermano menor Johnny, la Antorcha Humana y Ben Grimm, exestrella del fútbol americano quien se ha convertido en una roca humana de corazón tierno. No parece nada extraordinario. La originalidad de la propuesta, su peso específico en el centro de historia de la viñeta, es cómo afrontan estos personajes sus nuevas circunstancias.
Para empezar detestan a sus superpoderes, entienden que los convierten en bichos raros, no les gustan sus ridículos uniformes. Tampoco consideran importante ocultar su identidades detrás de máscaras o dobles personalidades; más bien disfrutan de salir en los medios de comunicación y pasear por una ciudad real --nada de Metrópolis, las peripecias pasan en pleno Nueva York-- donde todo el mundo los reconoce. La serie va como un tiro y Stan Lee se empodera. Empieza a trazar su camino al estrellato.
En los años posteriores coimagina junto a dibujantes talentosos como el mismo Kirby, Steve Ditko y John Romita crea algunos de los héroes que compondrán nuestro Olimpo contemporáneo. Stan Lee se convierte en la imagen viva de Marvel cuando ser eso no es todavía tan guay. Sigue con Spiderman, Thor, Los Vengadores, Daredevil, Doctor Strange y la primera Patrulla X, Silver Surfer, Nick Fury, el bipolar de Hulk, el macho alfa derechón, amigo del complejo industrial milita: Iron Man.
Ante esa copiosidad de personajes, nace la idea de los personajes interconectados, para dar la sensación de totalidad. Nace así el universo Marvel. Como el Yoknapatowpha de William Faulkner o la Santa María de Juan Carlos Onetti pero elevadas a la enésima potencia. Como si todos los escritores talentosos del boom decidieran cruzar sus personajes en un universo propio e interrelacionado: la Maga de Cortázar apareciendo en las novelas de García Márquez o los Buendía de Cien años de soledad decidiendo viajar hasta México para conocer a Pedro Páramo.
La familia Marvel
Años después Stanley Martin optará por cambiar su propio nombre en el registro civil. En su pasaporte. Y entonces, Stanley se convierte en Stan Lee definitivamente, la persona asume su máscara, ya es la nueva imagen de Marvel. El editor se inventa el concepto de comunidad entre lectores, escribe tribunas de opinión en sus revistas --en España lo haría Mr.Loki-- . El marchamo Stan Lee presenta... se convierte en un signo de calidad que todavía es utilizado. En ese gesto nominalista, etimológico, se condensa parte de su éxito y su condena. El Stanley Martin real sepultado por el mito, por la ficción de Stan Lee, el cuento comiéndose la realidad para mejorar los beneficios. Mister Hyde controlando definitivamente al doctor Jeckyll. O mejor, Bruce Banner, el científico sensible vencido para siempre por el bruto de Hulk.
Stan Lee se convierte entonces en el amo y señor del showbizz, hace rentabilísimo un negocio que casi no existía, pone los cimientos de ese templo. Los jóvenes pasan de crecer con las novelas de aventuras a los tebeos de superhéroes. Stan Lee es la J.K Rowling del siglo XX. Las cartas que Stan Lee escribe están llenas de entusiasmo y latiguillos que se hacen famosos como Excelsior.
La estrategia de marketing resulta exitosísima. Los cómics que eran para niños pasan a ser unos productos también interesantes para jóvenes, y las viñetas de Marvel por fin son sensibles a los cambios que la sociedad de los sesenta y setenta experimenta. Los cómics empiezan a ser percibidos por fin como una forma de expresión social y cultural.
También son los años de la eclosión del polémico método Marvel: el guionista da un vago esbozo de la trama y el dibujante realiza todo lo demás. En los primeros años, cuando el dinero escasea, no parece que exista ningún problema al respecto. Cuando los personajes empiezan a ser rentables explota la polémica sobre quién es el verdadero autor de los personajes: el guionista o el dibujante. Durante los primeros años Stan Lee, seguramente respaldado por los intereses de la editorial, se arroga casi todo el mérito de la creación. Con el tiempo afloja un poco y admite la responsabilidad de sus pares.
La polémica por sus métodos de creación industriales, el famoso método Marvel, afean un poco el panegírico. Pero el contexto de la época tampoco era para echar cohetes, en editoriales como DC ni tan siquiera acreditaban a guionistas o dibujantes, pero en efecto, a la que rascas un poco en su modus operandi Lee aparece como un jeta simpático. Él argumenta en algunas entrevistas que el problema es de los periodistas, que le querían demasiado, de su innegable carisma.
Podríamos decir que el superpoder de Lee es su fotogenia social, la radiación atractiva de su personalidad. Y como les pasa a muchos de sus superhéroes, ese superpoder se convierte en un problema si no lo acompañas de una gran responsabilidad. La línea fina entre superpoder y tara, entre ventaja o enfermedad encarnada en la propia biografía de The Man. Una especie de abuelo a la vez golfo y paternal. El Hugh Hefner de la industria del cómic, un Papá Noel laico, bigotudo y canallita. En conclusión, Stan Lee se ha convertido en uno de las figuras culturales más populares de finales del siglo XX y principios del XXI en todo el mundo. La fuerza con la que su trayectoria nos ilumina es tan poderosa como la calidad de su sombra.