No hay cachorro humano que no dibuje. Durante la infancia las manos se nos convierten en una extensión del cerebro y no hay superficie que se encuentre a salvo de lápices o témperas. Somos máquinas gráficas. El garabato nos constituye íntimamente de la misma manera que lo hace el juego, el llanto o el habla. En un cuento de Sergi Pàmies un padre observa con fervor nostálgico los rayajos que sus hijos le dejaron muchos años antes sobre las paredes del pasillo con fervor. Se pregunta por qué otros desdeñan esos mensajes cifrados del pasado, que son su cueva de Lascaux.
Cuando los niños pintan, la ilustración que están creando también los dibuja a ellos. Parece un truco de prestidigitador de lámina de Escher pero es la pura verdad. El grafismo es uno de los primeros vínculos de nuestra relación con el mundo. Con los años, sin saber muy bien por qué, tal vez acechados por la vergüenza o urgidos por algunos asuntos que creemos más importantes, dejamos de hacerlo. Dejar de dibujar es perder uno de esos vínculos.
El dibujante suizo Frederik Peeters
El secreto de Frederik Peeters (Ginebra, 1974), según su propia confesión, es que nunca paró de hacerlo. Sus obras parecen atesorar una sabiduría madura que no ha perdido ni un ápice de candor preescolar. Él mismo explica que a los siete años ya dibujaba sus propios cómics autobiográficos y los alternaba con otros de fantasía, de ciencia-ficción o realistas. Treinta años después, Peeters parece seguir al pie de la letra ese dictado infantil. “Me tomó cuatro años pintar como Rafael pero me llevó toda la vida aprender a pintar como un niño”, decía Picasso.
Su historia popular empieza con el deslumbrante Píldoras azules (Astiberri, 2008), la crónica personal –en una época donde la autoficción no copaba nuestras estanterías– de su amor por una mujer afectada por el virus del VIH. Sin aspavientos de victimismo o autocomplacencia. Una casi primera obra imposible, llena de sinceridad y amor, con cero por ciento de trazas de sensacionalismo. Apenas tenía 27 años. Hace unos años el autor añadió a la obra un epílogo de ocho páginas más donde da buena cuenta del presente de los personajes: la que ahora es su familia.
Después de acceder tan pronto al Parnaso del cómic mundial –no hay antología comiquera que no incluya Píldoras azules entre sus destacados, debería ser lectura obligatoria en los institutos– otro se hubiera amedrantado. O ante el temor de no obtener otro éxito tan masivo hubiera repetido la fórmula hasta convertirla en cliché. Ya habrán supuesto que Peeters no lo hace. Desde entonces, el dibujante suizo, en solitario o junto a otros guionistas, no ha hecho más que traernos tebeos originalísimos, que juegan a respetar o transgredir los géneros del cómic más estándar, siempre con su estilo mudable y camaleónico, casi transformista, pero transidos todos por el mismo rigor narrativo y la perfección en el comercio entre el trazo y la materia tratada.
Después de acceder tan pronto al
David Foster Wallace dedicó uno de sus textos más divertidos y profundos a diseccionar un partido de tenis entre Rafa Nadal y Roger Federer. Con la obra de Peeters –tal vez el único suizo a la altura del talento del tenista-, dan ganas de hacer lo mismo. Peeters forma parte de esa pléyade de autores (Sfar, Trondheim, Larcenet, Blain, Dupuy y Berberian, David B. etc.) que reventaron las costuras del cómic mundial desde las editoriales alternativas de la BD francesa (l’Association o Atrabile). La Patrulla X del cómic de autor. El dream team mutante que se alimenta tanto de Tintín como de Akira, de Moebius y de Robert Crumb, de Zweig y de Goya.
Gente que decidió que la tradición de la que bebían debía trascender lo nacional para alcanzar lo universal. Que entraron al asalto de todos los géneros, incluidos los de superhéroes o el histórico, la corriente norteamericana o la francobelga, el manga y el cine, para saquearlos a gusto y quedarse con el tesoro como lo hicieron sus abuelos de la Nouvelle Vague en el mundo del cine.
Leemos ahora El hombre garabateado (Astiberri, 2018), su última obra, un thriller extraño, entre lo moderno y lo ancestral, que también resulta deslumbrante. El lector se sumerge en la historia de lo que parece un universo conocido. Cree que está pisando tierra firme. Pero, poco a poco, fascinado y temblequante, va descubriendo que no es así. El París donde sucede la historia tiene los atributos de una ciudad contemporánea, se parece mucho a la que conocemos. Sus protagonistas, abuela, madre e hija, también lo parecen. Pero bajo sus coches, sus cafés, sus bulevares y sus móviles de última generación se oculta una historia antigua. Bajo los adoquines no encontraremos la playa, sino el susurro al oído de los cuentos que nos atañen. Lo que se esconde entre las sombras conecta con relatos atávicos y antiguos ritos paganos. La cara es una metrópolis moderna pero su anverso es un cuadro de El Bosco por el que vuela una figura fantasmagórica y terrible dibujada con unos trazos tan autosuficientes que parecen escritura misma.
Leemos ahora
En fin, el cómic se lee con regocijo y temor. Somete al lector el embrujo de las antiguos cuentos de miedo que nos contaban de niños. Poe en el siglo XXI. Los cientos de páginas se leen con facilidad pasmosa pero calan muy adentro, como la lluvia que no deja de caer en toda la obra. Escribo esta página todavía empapado. El garabateo mágico de Peeters parece no tener fin.