A veces el verano soñado era a salir corriendo por el patio hasta el descampado de las canicas con la bata del colegio anudada al cuello en modo Superlópez, las rodillas en carne viva y desear mucho un tochito de cómics de Zipi y Zape por las buenas notas. Soñar, tal vez, que alguna vez los hermanos conseguirían completar la bicicleta que su padre les iba suministrando a plazos con afán gamificador. Que aquel verano lograrían esquivar las calabazas. Lo que sigue es un somero recorrido por esas viñetas y sus circunstancias:
En el hogar de los Zapatilla-Llobregat están de enhorabuena. La joven Jaimita acaba de recibir la noticia de que va a ser madre de gemelos. Don Pantuflo, su orondo y elegantísimo marido que solo viste de levita o batín, ¿será la levita la capa del héroe del TBO español?, también está expectante. Durante los últimos meses, además de mostrar a las visitas su título de Catedrático en Colombofilia, Numismática y Filatelia también exhibe su próxima condición pater familias con orgullo indisimulado.
Don Pantuflo, ese minotauro: mitad pedagogo, mitad torturador, a medio camino entre la segunda república y el franquismo, se ha encomendado una difícil misión: quiere combinar su pasión por los sellos y las palomas con un nuevo desempeño educativo; pretende educar a sus hijos en la rectitud y las buenas maneras decimonónicas. Ese quijotesco plan, como todo los que no se confrontan con la realidad, fracasa estrepitosamente.
O no del todo. No es que Zipi y Zape, los hermanos Gallagher del cómic infantil, sean exactamente malvados. Parece más bien que no pudieran evitar hacer honor a su propio nombre, que tuvieran un afán etimológico, ya que según la definición del DRAE “zipizape” significa: “barullo causado por un enfrentamiento o riña”. No pocas historietas se inician con la intención de los chavales de seguir a pies juntillas los consejos paternos y practicar una filantropía a la manera antigua.
Zipi y Zape, junto a sus padres / ESCOBAR
El resultado, sin embargo, siempre es calamitoso. Don Pantuflo entonces los castiga con rigor masoquista: dispara cañones sobre sus cuerpecillos, los sumerge en calderos de aceite hirviendo, los aplasta con una apisonadora. Castigos que se inscriben tanto en la ancestral tradición del cartoon norteamericano como en la novela picaresca. Ríete tú de Rasca y Pica, Lázaro de Tormes o Tom y Jerry. La hipérbole del jarabe de palo es tan exagerada que acababa denunciando lo que presuntamente propone.
La intención de esas viñetas es la parodia de un sistema educativo esclerótico y cruel, adoptado por la escuela y la familia, donde la voluntad de los niños casi no existe. Esas primeros Zipizapes fueron pronto censurados por una ley específica para la prensa infantil y los maltratos exagerados pasan a fase hiperrealista para la época: zapatilla voladora, libros sobre brazos en cruz, cuarto de los ratones o Don Pantuflo blandiendo el sacudidor de colchones con triste épica doméstica.
No sabemos si Zipi (el rubio) y Zape (el moreno) son monocigóticos o bivitelinos. Sabemos que aparecieron por primera vez en el número 57 de la colección Pulgarcito --se puede leer esa primera historieta en la web de Tebeosfera-- inspirados en la serie alemana de Los Cebollitas, los dibujos animados favoritos de Fassbender en Malditos Bastardos, otros hermanos gemelos traviesísimos que despiertan el caos allá por donde pasan, que a su vez se inspiran en un protocómic en verso de otros gemelos literarios de origen alemán llamados Max y Moritz, publicada aquí hace unos años por Impedimenta, formando así una cadena de evolutiva inversa a través del folclore de los tiempos que quién sabe si acaba en los mismos Castor y Pólux, los dioscuros hijos de Leda y hermanos de Helena de Troya.
El éxito de la serie infantil es sostenido y exponencial. Con los años las tiras crecen en páginas y popularidad mientras la altura de sus protagonistas mengua como en aquel relato de Matheson, a la vez sus facciones se redondean al gusto del dibujo de la época y empezamos a poder a diferenciar su personalidad. Ya en los 70, los gemelos, robinhoods de tirachinas, protagonizan su propia revista y con el pasar del tiempo, sus rostros empiezan a aparecer en mercadotecnia de lo más variada: películas, videojuegos, pastelitos.
Se convierten en el segundo TBO español más traducido y vendido solo detrás de Mortadelo y Filemón. Anidan, en fin, en el corazón sentimental del país. En la actualidad se celebra su setenta aniversario, y pese a algunos achaques --no hay ninguna colección de cómics en marcha-- siguen vivísimos en la memoria colectiva. Hace algunos años dos de sus películas fueron un éxito en las pantallas de cine. En la página web Humoristán, creada por La Fundación Gin, se acaba de inaugurar una exposición virtual de viñetas Escobar, 70 años de Zipi y Zape donde se rinde homenaje a su memoria.
Debo reconocer que la justificación del título de la crónica, que extrañamente nació antes que el propio artículo e impuso su misteriosa ley, me ha llevado algún quebradero de cabeza. En un primer momento pensé que Zipi podía ser del Madrid y Zape del Barça, uno de derechas y otro de izquierdas. Después, más consistentemente, pensé que el título encontraba su razón de ser en la propia figura de Josep Escobar, clarísimo ejemplo de resistencia republicana en la España franquista.
Se me ocurre ahora otro punto de vista no sé si más acertado, pero sí más original. Tal vez la familia Zapatilla sean los hermanos Machado de nuestra infancia. Así como Manuel y Antonio sintetizaban en sus divergentes sensibilidades las famosas dos Españas, Zipi y Zape y sus padres también se muestran indomables en la defensa de su propio país. El país de la infancia, por parte de los pequeños, donde reina el libre albedrío, la alegría sin cortapisas y el vendaval aventurero frente a ese otro bando enemigo que castiga con disciplina: el casposo y artrítico país de los mayores representado por los padres. Todavía no sé a cuál de los bandos pertenezco.