El viaje por el abismo de Giacometti
El Guggenheim de Bilbao revisa en una retrospectiva la producción del artista, que creó con su escultura un lenguaje propio sobre la identidad del ser humano
22 octubre, 2018 00:00En un apunte suelto, Alberto Giacometti estableció algo así como todo un sistema de pensamiento: “Trabajo para comprender qué es lo que sucede”. En ese puñado de palabras concentraba lo más distintivo de su obra: la búsqueda. Buscar a tientas. Seguir buscando. No dar por válido lo primero que llega. No rendirse ante uno mismo. Resultó uno de los más potentes creadores de todo el siglo XX. Un suizo rematado por un pelo de antorcha que conoció el arte en casa –su padre, Giovanni, fue un pintor impresionista- y aquel hallazgo se le quedó dentro. Pasó por la academia en Ginebra y en París, pero pronto abandonó los estudios para quedarse a solas en la escultura. Allí tiene su trono.
Porque la obra de Giacometti (Borgonovo, Suiza, 1901-Coira, Suiza, 1966) es un proceso de asombro sobre las posibilidades del yeso, de la arcilla, del bronce. Una expedición que tiene en aquello que aún no se ha visto (y no se ha dicho) su turbina. Él articuló un lenguaje propio con algo de acontecimiento y de enigma. Y sobre aquellas intuiciones, a tientas, iba también pensando. Lanzando las ideas allá donde la materia todavía no había llegado. “Es el artista existencialista perfecto, a medio camino entre el ser y la nada”, dijo de él Jean-Paul Sartre al descubrir aquella galaxia con firma que el artista había levantado desde su estudio, en el número 46 de la rue Hippolyte-Maindron de París.
En ese pequeño taller, un cruce de santuario y laberinto mental de apenas veintitrés metros cuadrados cerca de Montparnasse, el suizo creó sus esculturas de hombres extremados y mujeres hieráticas. Son estas obras el puzzle esencial que da cuenta del oficio extraordinario de este artista de huesos finos que halló en la desnudez el ánimo para su aventura. “Desde siempre, la escultura, la pintura y el dibujo han sido medios para comprender mi visión del mundo y, sobre todo, del rostro y del conjunto del ser humano. O, dicho de forma más sencilla, de mis semejantes y de aquellos que están más cerca de mí”, puede leerse en sus Escritos, publicados en España por la editorial Síntesis en 2009.
Detalle del dibujo a bolígrafo ‘Cabezas de hombres’, de 1959 / SUCESSION ALBERTO GIACOMETTI, VEGAP, BILBAO, 2018
Acaso ahí está el calambre de toda su producción: saber más. Y saber más del otro. Encontrarse con uno mismo a través de los demás. Al menos, a esa tarea se entregó Giacometti cuando se puso a trastear con los movimientos artísticos de su tiempo, de las vanguardias históricas a su propia vanguardia. Con esa vocación de comando autónomo, el artista atravesó el naturalismo, el surrealismo y el cubismo para acabar en una estética figurativa intransferible que lo ha dejado en el podio de los creadores más populares de la última centuria. Como ejemplo, su pieza El hombre que señala (1941) es la escultura más cara de la historia: un coleccionista pagó en 2010 casi 83 millones de euros por ella.
Esa celebridad ha convertido a Giacometti en uno de los artistas más transitados en los últimos años. Su exhibición en solitario o en relación con otros creadores –recientemente, en París, al lado de Picasso, o con Balthus y Derain en Madrid- se ha convertido en un reclamo de enorme interés para el público. Sólo en España, el Museo Picasso de Málaga, la Fundación Mapfre y la Fundación Canal de Madrid se han asomado estos años a un trabajo que se extiende por cuatro décadas. Es la misma senda que propone el Museo Guggenheim de Bilbao, sólo que ahora con vocación exhaustiva. Son más de doscientas las piezas que alberga de octubre a febrero la muestra, que proviene de la Tate Modern de Londres.
La artillería fabulosa de Alberto Giacometti. Retrospectiva está distribuida en siete secciones que dan forma a las etapas y a las obsesiones que acompañaron al escultor: la escala, la cabeza humana, las figuras, las jaulas, el espacio, el existencialismo… De esta manera, la exposición tiene algo de espeleología por los adentros del proceso creativo de un artista que es uno de los que más lejos llevó en su generación el amago de romper todas las normas, concretando en formas simples el desafío de retratar por dentro al ser humano. Representó al hombre en movimiento, arrojado a su soledad en un combate metafísico; a la mujer, sin embargo, estática, con algo de deidad orientada hacia la estatuaria clásica.
La serie en yeso ‘Mujeres de Venecia, ejecutada en 1956 / SUCESSION ALBERTO GIACOMETTI, VEGAP, BILBAO, 2018
De la travesía que propone la retrospectiva del Museo Guggenheim sale un artista en continua depuración, que va de lo monumental a lo esencial con afán casi de llegar a desaprenderlo todo. Con esa condición de malabar del que cruza la vida y el arte con necesidad de desafío. “Cada estatua parece retroceder dentro de una noche –o venir de ella– tan lejana y espesa que se confunde con la muerte”, explicaba él mismo al escritor Jean Genet en una entrevista de 1963. Algo de eso hay en las ocho piezas en yeso de la serie Mujeres de Venecia, ejecutadas en 1956 para la Bienal de Venecia y reunidas ahora en el recién inaugurado Instituto Giacometti de París y exhibidas en Bilbao de forma excepcional.
Asiduo toda su vida a burdeles y amantes –su relación con Caroline, una prostituta a la que triplicaba en edad, está excepcionalmente recreada en la novela La última modelo de Frank Maubert–, Giacometti tuvo en su hermano Diego, y en su pareja Anette, a sus compañeros más fiables. Hasta su fallecimiento exploró, con igual obsesión que la escultura, el dibujo y la pintura, donde intentó concretar el laberinto intencional de sus obsesiones: otra vez los rostros, el ser humano. Lo suyo lo explicó con puntería (de nuevo) Sartre: “Una exposición de Giacometti es un pueblo. Esculpe unos hombres que se cruzan por una plaza sin verse; están solos sin remedio y, no obstante, están juntos: van a perderse para siempre, pero no podrían hacerlo si no se hubiesen buscado”.