Alrededor de Eduardo Arroyo siempre hubo una incógnita que aún queda: pintor o escritor. Cuando en su caso, bien pensado, da igual. Porque él se instaló en la plástica desde los libros y se buscó un sitio en el arte desde sí mismo: la materia firme, las líneas con modales pop y el apetito de contar su tiempo y sus demonios como un destino irremediable. “Soy solamente un pintor, un pintor que escribe, pero un pintor. Aunque es cierto sí, que vivo en una ensoñación literaria que me ha acompañado toda la vida: mi biblioteca, el amor por la literatura, el amor por los libros”, confesaría alguna vez el artista, a quien sólo el cáncer, a la segunda o a la tercera, consiguió tumbar.   

En sus últimas apariciones –en el Hay Festival de Segovia, el pasado 10 de septiembre- ya gastaba una anatomía de duende, casi de hombre diminuto recién salido del centro del bosque. Llevaba una ropilla ancha que le fragilizaba aún más el cuerpo, que se lo devoraban las mangas grandes de la chaqueta. Cuidaba un pelo escaso de violinista y unas cejas alborotadas como si se movieran por sí mismas. Hablaba a su ritmo, miraba a su manera, sonreía si tocaba, se marchaba cuando era preciso. Parecía pasear por el presente con esa agitación de quien no se resigna a que el mundo esté regido por mediocres. Por ahí le asomaba la insurrección y el desafío a este madrileño de 1937.  

Arroyo nació, por tanto, bajo el fuego de mortero de la Guerra Civil y entre los jarabes, los ungüentos y las soluciones salinas de un padre farmacéutico que se le murió (como a todo huérfano) demasiado pronto: él acababa de cumplir seis años. Le apuntaron al Liceo Francés de Madrid, donde antes de acabar expulsado por mala conducta leyó a Balzac, a Baudelaire, a Rimbaud. “Que mi padre, del bando triunfador, un hombre tremendamente creyente, enviara a su hijo al colegio maldito, el de los perdedores, el de los refugiados, el de los judíos y los masones, es algo sorprendente. Aquella elección si no me ayudó a vivir, sí por lo menos a sobrevivir”, diría el pintor sobre el episodio.

Eduardo Arroyo (Madrid, 1937-2018), fotografiado en la galería central del Museo del Prado. MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Eduardo Arroyo (Madrid, 1937-2018), fotografiado en la galería central del Museo del Prado / MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Después de aquello, el joven aterrizó en el instituto Nuestra Señora de la Almudena (“un colegio surrealista, muy divertido, cuyo lema era que si tú pegabas a un profesor, él acababa en la calle porque los alumnos ponían el dinero de las nóminas”, recordaría) hasta que se alistó en la Escuela Superior de Periodismo. Allí aguantó poco tiempo tras recalar como becario por las redacciones deportivas de los periódicos Pueblo y Arriba. Al parecer, iba cansado de esa España de sabañones, hambre y boniatos y decidió plantarse en 1957 en París con apetito de gloria. Allí despilfarró suela huroneando por todos los recodos de la ciudad, convertida entonces en una rueda de fuego.

Lo intentó por el lado de la literatura, aunque el hambre y las amistades lo precipitaron hacia las artes plásticas, donde se situó bien escorado a la izquierda. De su trabajo se supo por primera vez por Los cuatro dictadores, un políptico que provocó las protestas de la diplomacia española por su exhibición en la Bienal de París de 1963. En este trabajo identificaba a Franco con Salazar, Mussolini y Hitler, revelando esa raíz del franquismo que el régimen pretendía hacer olvidar. Al año siguiente, le cerraron su primera exposición en España –en la galería Biosca de Madrid- porque uno de los retratos de torero allí colgados guardaba una sospechosa semejanza con el dictador.

Aquel disgusto lo sacó del país casi veinte años, por lo que le dio tiempo a estar en París allá por el 68 y su mayo, fulminar al apóstol del arte contemporáneo (Duchamp) y voltear con el ácido de la figuración los símbolos ibéricos: él se pintó como un hijo deforme de Velázquez. Como consolación, a su vuelta, en 1982, le dieron el Premio Nacional de Artes Plásticas. Cuentan que en la ceremonia, cuando el entonces ministro de Cultura, Javier Solana, pronunció su nombre real, Eduardo Juan González Rodríguez, los allí presentes se miraron unos a otros, sorprendidos, incrédulos. Nadie sabía quién era. Ese mismo año, el Pompidou de París le dedicó una retrospectiva.

El políptico Los cuatro dictadores de Eduardo Arroyo, en una de las salas del Museo Reina Sofía. MNCARS

El políptico Los cuatro dictadores de Eduardo Arroyo, en una de las salas del Museo Reina Sofía. MNCARS

Como gimnasia, Eduardo Arroyo tuvo por costumbre disparar contra lo sagrado del mundo del arte, incluso dispararse él de vez en cuando por no quedarse fuera del jaleo. Acaso la zona inconcreta del outsider era su hábitat preferido, si bien nunca le faltaron en el currículo muescas de enorme prestigio. Así, en 1984, llegó a exponer en el Museo Guggenheim de Nueva York. El Reina Sofía ajustó cuentas en 1998 y le dedicó una antológica. Más tarde, en 2012, llegaría a colarse con una reinterpretación de El cordero místico de Jan van Eyck en las salas del Museo del Prado, pinacoteca a la que dedicó una maravillosa guía de autor, Al pie del cañón, publicada a finales de 2011.   

Además, a lo largo de su vida, el artista madrileño hizo pie en el cartel, en la escultura, en el grabado, en la escenografía. Donde estuvo nunca se cansó de golpear hasta sacar chispas. Es lo que se puede adivinar también en sus libros, por los que circula esa prosa que nace del pensar escribiendo. “De los políticos no te puedes fiar nunca... Pero sí puedo decir que he sido un buen combatiente antifascista. Y ahora siento su amenaza larvada en el ruralismo, las prohibiciones y el nacionalismo sin principios”, aseguró el pintor, siempre dueño de una lucidez deslumbradora dispuesta a la dentellada. Fue Eduardo Arroyo, el más incorrecto entre los sublimes.