Esta semana ha sido noticia la performance del grafitero Bansky, que cuando se acababa de subastar una pintura suya, por cierto bastante cursi, titulada “la niña del globo rojo”, en el preciso momento en que la pieza acababa de ser adjudicada por un valor de un millón --no sé si de euros o de libras pero en fin, todo un señor millón--, hizo que se accionase la trituradora de papel que estaba oculta en el ostentoso marco de la pintura y ésta quedase reducida a una cortinita de tiras de papel, ante la vista del público extasiado.

El show iconoclasta y revolucionario --¡destruir una obra de arte que vale un millón!-- ha salido en la prensa de todo el mundo, como es casi natural. Pero observo que nadie lo comenta, nadie lo analiza ni deconstruye, y creo que es porque nadie lo toma en serio. Igual que, por ejemplo, la retrospectiva de fotos de masas desnudas de Spencer Tunick que el mes que viene va a exponer el centro Niemeyer de Avilés: son cosas que sólo existen porque pueden existir, existen porque existen, pero casi sería mejor que no existieran (ni Bansky, ni Tunick, ni los grafitos de uno, ni las fotos del otro, ni, si me apuran, el centro Niemeyer de Avilés, si es que tiene por costumbre desperdiciar la energía), para que el mundo estuviera un poco más despejado. Son gestos que huelen como a un gran aburrimiento mundial, a juegos sin gracia para bueyes desorientados, a llenar el vacío con cualquier cosa.

Entiendo que el hecho de una destrucción “en vivo y en directo” de algo que por ser una obra de arte --y lo es, ya que por un lado se postula como tal y por otro hay quien la toma como tal y sostiene su opinión con oro-- sienta plaza de puerta a lo trascendente, así como la pérdida de la otra parte de la transacción, aún más trascendente, que es el millón, como si también a él lo hubiera destruido la máquina trituradora de papel, o sea birlado por el artista ante los ojos del respetable público, como un mago negativo, inverso, es lo que ha llevado el tema a portada de la prensa mundial. ¡El dinero y el arte profanados de una sola tacada! Es mejor que “sangre en la uno”.

Luego al saberse que en realidad la obra no ha sido de verdad destruida, y, peor aún, tampoco se ha perdido el millón, todos nos hemos sentido engañados. El que sale peor parado de esto es el mismo Bansky, pues yo creo que estos truquitos de tahúr le desprestigian. Mucho más sólido fue, por ejemplo, el señor Saatchi cuando se incendió (no soy el único que sospecha que él mismo le prendió fuego) el almacén donde guardaba cientos de obras de sus jóvenes artistas británicos.

Ah, qué decadencia desde que Yves Klein operaba magia verdadera, vendiendo literalmente “obras invisibles” en la exposición Le vide (el vacío) en la galería Colette Allendy de París, a cuyas puertas el público hacía largas colas para entrar y contemplar las blancas paredes desnudas. Aquello sí que era jugar en serio. Mayo de 1957. Un adelantado. Qué lástima que Klein muriese tan prematuramente, siendo tan jovial y creativo.

Hará tres o cuatro años ya conté aquí --pero no me canso de recordar aquel momento estelar de la humanidad-- las formidables performances de Klein que consistían en presentarse con un coleccionista, un notario y un fotógrafo en un muelle del Sena. El coleccionista llevaba oro en un estuche y se lo entregaba a Klein. Éste le daba a cambio un recibo. Luego él tiraba el oro al río y el coleccionista quemaba el recibo. El fotógrafo inmortalizaba el momento. El notario daba fe. Hay fotos que muestran a Klein en acción, echando oro al río, en compañía de Dino Buzatti, el autor de “El desierto de los tártaros” y otros textos magistrales. Ignoro si ese día él era el comanditario de la obra o si sólo estaba allí como aficionado que era al arte. En cualquier caso benditos sean los dos.