Una madre soltera con una niña de seis años contrae una extraña enfermedad por culpa de la picadura de un mosquito. La mitad de su cuerpo se paraliza y su vida profesional se quiebra. Durante el duro y largo proceso de recuperación, decide empezar a dibujar en bolígrafo sobre un cuaderno rayado una historia que hace años que le ronda por la cabeza, sin más brújula o mapa del tesoro que su instinto convaleciente. Se apunta a un curso de escritura creativa en el instituto de artes de Chicago. Tiene cerca de cuarenta años. Aunque antes se dedicaba a diseñar los juguetitos del Happy Meal de McDonalds y a la ilustración médica, ahora debe reaprender a convivir con sus nuevas limitaciones y le cuesta mucho dar por acabada cada página. A eso se añade la dificultad autoimpuesta de dibujar exclusivamente con utensilios modestos.
Cuando acaba las primeras veinte páginas, con la idea tal vez de convertir la historia en una obra de teatro, una editorial indie le propone publicarla como tebeo. Ella se alegra. Pero pasan los años y el tebeo parece contraer el virus del gigantismo y la pequeña editorial desiste de su empeño al considerar el proyecto como irrealizable. Nuestra dibujante persevera. Cosecha no es de hasta 48 editoriales en la mejor tradición del genio incomprendido. Hasta que una de renombre apuesta por lo suyo y la obra se materializa en una imprenta de China. Los diez mil ejemplares de la primera edición están a punto de perderse en el mar, encallados en el canal de Panamá, por culpa de la crisis de una de las navieras. Finalmente, la obra se publica y se convierte en un éxito de público y crítica sin precedentes en una ópera prima. Después gana todos los premios imaginables. La obra, a los pocos meses de su publicación, se inserta en el mismo olimpo que otros clásicos de la historieta de lo que va de siglo.
Imagen de la novela gráfica 'Lo que más me gustan son los monstruos/ RESERVOIR BOOKS.
No, el párrafo anterior no es el guión de una nueva película de autosuperación ni la trama de una novela de uno de los bisnietos de Charles Dickens. Es la intrahistoria verdadera de la creadora Emil Ferris en la gestación de Lo que más me gustan son los monstruos (Reservoir Books 2018) su primera novela gráfica. Su lectura no deja de suscitar adjetivos superlativos. Aunque la palabra “lectura”, como pasa en todo buen cómic, no haga justicia a la experiencia de sumergirse en las ilustraciones que vertebran cada una de sus setecientas páginas. Páginas dibujadas en directo, sin bocetos previos, sin más armas que un bolígrafo bic de cuatro colores –bueno de alguno más, y algo de rotulador– y un talento particular y sin parangón.
Lo de Ferris parece beber de toda la historia iconográfica de occidente pero no se parece a ninguna otra. Todo es excesivo en este cómic, incluso, como hemos visto, las condiciones de su creación. Es imposible no echarle un vistazo y no caer preso dentro de sus dibujos, de un preciosismo sobrecogedor, y la cosa se acentúa al adentrarse en la trama. La obra remeda el cuaderno de rayas en espiral de una niña de diez años llamada Karen Reyes. La pequeña tiene serios problemas de maltrato escolar, su núcleo familiar resiste las embestidas de la pobreza y la marginación, acaba de descubrir su lesbianismo, su madre está seriamente enferma y acaban de asesinar a la vecina de arriba. Así, no tiene más remedio, que echar mano de su imaginación para construirse un refugio, un salvavidas de ficción para seguir a flote. Karen, incapaz de soportar la tristeza de su mirada en el espejo, se imagina como una detective licántropa que va a descubrir los misterios de la trama.
En la dicotomía entre el arte ensimismado versus la ficción comprometida, Ferris se queda siempre con todo, dueña de un apetito omnímodo, de un hambre que parece venir de lejos, de su propia infancia llena de dificultades, de todos los años sin publicar, de sus propias heridas abiertas, no solo emocionales. Parece que Ferris dibuje todo por primera vez, y de alguna manera es así y que en las complicaciones del arte con bolígrafo se cifren sus propios contratiempos. “No sé por qué elegí dibujar con bolígrafo. Bueno, tal vez porque esté loca. En realidad, el bolígrafo me eligió a mí”, declara en alguna entrevista. Con esas rudimentarias herramientas construye primeros planos majestuosos.
Dan ganas de quedarse a vivir un rato en el verde boli bic con el que Ferris dibuja el tono de una pupila. Quedarse a vivir entre sus trazos un rato, no de manera escapista, nada de torre de marfil, sí para tomar aire y seguir luchando por hacer de esta vida una experiencia digna, lacerante y hermosa. Ferris parece que haya interiorizado todo el arte clásico y contemporáneo, toda la alta y baja cultura, tiene un único cometido, ayudarnos a vivir mejor. Los cuadros clásicos sirven como refugio, los cómics de serie B nos dan pistas para sobrevivir. La cultura no es un decorado ni un fondo ajardinado, es el único mástil al que agarrarse en el naufragio de la vida en el barrio jodido, lleno de putas y yonquis y mafiosos, monstruos aparentes, pero menos peligrosos que los verdaderamente poderosos.
La dibujante e ilustradora Emil Ferris.
El tebeo resultante es un noir que es un thriller que se cuenta como una falsa autobiografía con forma de cómic de monstruos que contiene un repaso de las mejores obras del museo de Chicago y un paseo por la historia tenebrosa de la política americana en los 60 que llega hasta los campos de concentración de la Alemania nazi. Sus páginas han digerido todo y lo regurgitan en un escupitajo denso e irisado en el que se adivinan las pinturas negras de Goya y las culos de Robert Crumb, el naïve siniestro de Sendak y las enseñanzas de Marjane Strapi. A estas alturas, al crítico que llevamos parasitándonos el alma le da por decir grandilocuencias sobre el tebeo de Ferris: El Persépolis del Chicago de los últimos 70, el Maus del siglo XXI, la primera obra maestra del género en lo que va de siglo. Y la cosa es que todas son verdad.
Pasan cosas en el dibujo y en la prosa y en su intersección, pasan cosas en el margen y en las notas al pie, ese barroquismo no abruma, sino que nos acompaña. La novela gráfica, además, parece carecer de estrucura al uso, la trama se ramifica en otra y esta en otra más, como en un árbol frondoso y digresivo, como el jardín de senderos aquél, como lo hace la memoria o la estructura de los sueños. En la obra de Ferris parece operar aquella máxima: ninguna de los hechos narrados aquí sucedieron, pero la historia es verdad. En una de las múltiples subtramas, Anka Silverberg, la mujer asesinada, toma el tren que la lleva al campo de concentración y tiene sed. Un señor le da a beber de la nieve, que con dificultad consigue rescatar de la parte exterior del vagón. El señor se daña las manos con los barrotes. Cuando Anka la bebe, reconoce el sabor de la sangre y del óxido y del agua. Le parece un bálsamo poderoso. Que de alguna manera puede salvarla. Algo de ese sabor deja esta lectura.
En definitiva, como bien decía el tito Chesterton, lo más extraño de los milagros es que a veces ocurren.