Es sabido que los escritores verdaderamente grandes siguen escribiendo desde ultratumba. Sus obras tienen la capacidad de actualizarse automáticamente en cada relectura con fervor de App. Los clásicos no tienen fecha de caducidad. Bien lo sabe la industria editorial que sigue alimentándose de esos vastos pozos sin fondo, de ese Potosí textual. Acaso el clásico difunto más prolijo por estos lares sea el chileno Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003), el escritor postboom con más amplio reconocimiento internacional. La memoria de su ordenador personal, sito en un cuchitril de Blanes, sigue iluminándonos con su luz de estrella muerta. Sus lectores somos como las sondas telescópicas que surcan el espacio exterior en busca de la luz que viene del pasado.
Como la de Cortázar, como la de Piglia, como la de Borges, la obra de Bolaño no hace más que crecer y expandirse. No sabemos si tiene fin. La que ahora nos ocupa no es un pájaro ni un avión. Es la novela gráfica –nunca el nombre fue tan exacto– Estrella distante (Random Cómics) dibujada por Fanny Marín y guionizada por Javier Fernández, que adapta al formato viñeta la novela homónima del chileno. En la portada llama la atención el uso –tal vez desmedido– de la figura del autor. No solo utiliza la cara de un joven Bolaño para caracterizar al protagonista de la novela –el carismático Arturo Belano– sino que el cuerpo de letra del nombre del autor es más grande que el propio título del tebeo, mucho más grande que el nombre de los autores de la obra gráfica.
El mundo literario –no así el de los bestsellers– tiende a desconfiar de los libros que deciden actuar de esa manera. Habla mucho de la dimensión mítica que ha tomado la figura del escritor. Del interés de utilizar su coartada biográfica para vender libros. En la ultima novela de Javier Marías, titulada Berta Isla la editorial optó por una operación similar. Las redes se llenaron de chistes al respecto, dedicados a glosar la bondad de esa nueva escritora que había escrito un libro llamado Javier Marías. Me gusta imaginar qué hubiera escrito el inconoclasta Bolaño al respecto.
Pero dejémonos de reticencias tiquismiquis, la novela gráfica está muy bien y si algún superhéroe se merecía su adaptación comiquera ese era Bolaño; nuestro vagabundo del Dharma favorito; el mejor lector que ha conocido la cabaña del vigilante del camping Estrella de Mar; el polemizador olímpico; el hijo de León y Victoria; el inquilino más popular de la calle del Lloro; el escrivividor que se la jugó todo al arte y ganó la Literatura y perdió la vida; el mito más grande de la literatura escrita en castellano de inicios del siglo XXI.
Las obras de Bolaño comparten fertilidad con los dioses clásicos. Del último episodio del falso ensayo Literatura Nazi en América nace Estrella distante. Bolaño dice que la escribió de manera febril, en pocas semanas, animado por los parabienes de las dos editoriales –Seix Barral y Anagrama– que se turnaron para editar sus primeras grandes obras. La historia que explica la novela gráfica no desmerece al original, te trastoca de la misma manera explorando el límite que va de la vanguardia al horror y del horror al arte de vanguardia. Se nota el respeto reverencial del guionista sobre la obra y el toque artie y fanzinero de las ilustraciones en blanco y negro de la joven Marín le van de fábula a la adaptación.
El protagonista de la misma, el fantasma que persigue Belano a través de años y versos extremos, es Carlos Ruiz-Tagle o Carlos Wieder, un represor demasiado duro incluso para los pinochetistas y asiduo a los talleres literarios del chile de Allende, que se dedica a escribir sobre el cielo de Santiago el nombre de las mujeres a las que ha asesinado. Estrella distante es una nouvelle a la altura de sus dos indiscutibles obras maestras –2666 y Los detectives salvajes– pero con el aliciente añadido de que se lee de una sentada. No se la pierdan.
La mayoría de la población no puede olvidar dónde estaban cuando cayeron las Torres Gemelas, o qué estaban haciendo durante los atentados yihadistas de Atocha o Barcelona. A los bolañistas nos pasa que no olvidamos dónde estábamos cuando nos enteramos de su prematura muerte por fallo hepático mientras esperaba un trasplante. A mí me la dijo con extrañeza –ché, ¿sabés que dicen que acaba de morir?– un librero de la avenida Corrientes, una noche del invierno austral, cuando me disponía a comprar Amuleto. Hacía algunos años que su nombre corría entre los estudiantes de Humanidades y Filología como una contraseña para entrar en un club secreto. Como el salvaconducto hacia la literatura de veras. Como la prueba irrefutable de que todavía se podía vivir literariamente.
Durante sus primeros años en Blanes, su panadero le vacilaba diciéndole que sus libros jugaban en tercera división. Bolaño le respondía que sí, que tenía razón, pero que alguna vez jugaría la Champions. Su posterior éxito internacional no ha hecho más que darle la razón. Ha conseguido rodear a su magisterio radical e insobornable con un halo mágico. Lo podemos llamar, a falta de mejor nombre, como el efecto Bolaño. Ha salvado más vocaciones literarias –tal vez más vidas– que dos mil coachers bienintencionados. Tiene más influencia en el bienestar de los aspirantes a escritores que ocho cargamentos de antidepresivos.
La cosa va más o menos así: si te encuentras en un trabajo de mierda pero sigues escribiendo, siempre te quedará Bolaño. Si cosechas noes de todas las editoriales del mundo y tienes más se treinta, siempre te quedará Bolaño. Si no tienes más que arroz para comer en lo que resta de mes pero te gastas la poca plata que tienes en las obras completas de Nicanor Parra, siempre te quedará Bolaño. Su supernova sigue iluminándonos desde la distancia, y que sea por muchos años.