Lo realmente fascinante de la existencia de Joan Miró es su invencible voluntad de ir un poco más allá. En el arte. Y en la vida. Nació en Barcelona, donde una matrona tiró de él y, al verle el rostro, aventuró que aquel niño traía un misterio que contar. Era el 20 de abril de 1893, el mismo año en que el anarquista Santiago Salvador Franch arrojó una bomba al patio de butacas del Gran Teatre del Liceu causando veinte muertos entre el público que asistió a la representación de la ópera de Rossini Guillermo Tell. Con aquel terrible suceso empezaría a girar una ruleta de violencia revolucionaria y respuesta armada empresarial y policial que, tres décadas después, convirtió las calles de la capital catalana en una ciudad tan violenta como el Chicago de Al Capone.
Aquel crío, silencioso, solitario y taciturno, pasó por la infancia, al parecer, con los nervios sin malear a causa de una salud quebradiza y un padre autoritario, quien le dejó para toda la vida una frase cruel y rabiosa, de ésas que terminan en punta: “¡Ten en cuenta que hasta el aire que respiras me pertenece!”. Sin embargo, pronto encontraría en el dibujo un medio de expresión mágico para dar rienda suelta a tanto asombro por dentro y escapar del destino de mediocridad que seguro le aguardaba, aunque aquí, también, se topó con penosas dificultades técnicas. A medida que su talento empezó a hervir, fue apareciendo un hombre al galope de un ánimo inestable. De la exaltación a la depresión. De la extrema introspección a la alegre complicidad.
Joan Miró, fotografiado con el pincel y la paleta en su estudio en 1942.
De ese caldero salió un inmenso creador de formas que nunca alcanzan la misión de ser reales del todo. Espacios de una geometría poética y gamberra. Territorios de fuga donde los volúmenes se desafían, colisionan, establecen un ruido o un silencio y, al final, alcanzan una extraña armonía. Hay en todo lo suyo algo de un falso niño que aún tiene las manos sueltas para todo. Pues el secreto de su arte consiste en hacer algo nuevo de lo que aparentemente ya no es nada. “Miró pintó como un niño de cinco mil años de edad”, dijo Octavio Paz recordando una velada con él en 1958 en casa de André Breton. “Un arte como el suyo es fruto de los de muchos siglos de civilización y aparece cuando los hombres, cansados de dar vueltas y vueltas alrededor de los mismos ídolos, deciden volver al comienzo”.
De ahí que su obra todavía atesore un silencio de verdades tranquilas, como si se intuyera mejor desde ella que sólo desatando la lógica del mundo puede nacer algo mejor. Y esa permanente actualidad se le nota en el interés que alojan por Joan Miró los centros de arte. Así, el Gran Palais de París le dedicará en otoño de 2018 una retrospectiva con más de 250 obras. Y el IVAM de Valencia acaba de revisar su trabajo desde la desobediencia. Mientras, en el Centro Botín de Santander hay desplegada una exposición inagotable: Joan Miró, esculturas 1928-1982. Lo que sale de ahí podría ser una antología de lo inútil, de lo arrumbado, de esos trastos de derribo que son la anatomía de un olvido. Pero él sabe jugarlos. Sabe sumarlos. Sabe que nada más extraordinario que las pequeñas cosas. Lo callado y lo vencido. Casi lo que a nadie importa.
Así funcionan, pues, los seres que no quieren disimular su condición de extraños de sí mismos. “Mi naturaleza es trágica y taciturna. Cuando yo era joven, pasé periodos de profunda tristeza. Yo ahora estoy estable, pero todo me disgusta: la vida me parece absurda. Esto no tiene nada que ver con la razón; lo siento dentro de mí. Soy un pesimista. Siempre pienso que todo irá a peor. Si hay humor en mi pintura, no es algo buscado conscientemente por mí. Quizás este humor procede de una necesidad de escapar del lado trágico de mi temperamento. Es una reacción, pero una reacción involuntaria”, confesaría a Yvon Taillandier este hombre con hechuras de astilla o de fósforo algo fatigado que forma parte del santoral indiscutible del arte contemporáneo.
Detalle de la exposición ‘Joan Miró, orden y desorden’, en Valencia / IVAM.
Pese al despliegue, él siempre ha andado ahí con algo de enigma. “La pintura de Miró es el camino más corto de un misterio a otro”, anotó en su diario el poeta Michel Leiris en 1925. Casi treinta años después, en 1954, el escritor Raymond Queneau creía firmemente en que, “de todos los pintores contemporáneos, Miró pasa por ser el más secreto”. Pierre Loeb, su marchante francés, aseguró que fue el hombre “más impenetrable que he encontrado en toda la vida”. Ya al final de sus años, el fotógrafo Francesc Catalá-Roca decía de él que “era como un caracol. Mientras le dejas hacer, va bien, pero cuando intentas tocarle, se esconde”, y su amigo Joan Prats, a quien consideraba un hermano, comentaba: “Lo sé todo de él y no sé nada de él”.
Alrededor de ese hermetismo se habían confeccionado unas cuantas biografías del artista –Jacques Dupin y Lluís Permanyer firmaron, quizás, las más ambiciosas– que contribuyeron a ensanchar aún más su caudal mágico y su contraluz, pero ninguna había logrado, hasta ahora, transparentar al hombre. Pues bien, hacia esa dirección apunta Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg), el último trabajo de Josep Massot, puesto en órbita con motivo del 125 aniversario del nacimiento del artista. Para esta aventura de contar a Miró con más certeza se han rastreado archivos inexplorados, testimonios restringidos y epistolarios de corto alcance, y lo que ha salido de ahí tiene, de verdad, una potencia enorme.
“La vida de Miró es un ejemplo titánico de superación de sus limitaciones, un rebelde perpetuo que, bajo la máscara de un atildado burgués, un día de su infancia se propuso liderar el mundo artístico y alzar su mano hacia el cielo para alcanzar las estrellas. Lo consiguió, no para su beneficio o fama personal, sino para dejar en herencia la vibración de libertad que desprenden sus obras de arte como antídoto de tiranías y para que incendiaran con su chispa –poética en ocasiones, salvaje en otras– el fuego interior de generaciones futuras”, asegura Massot. Al fondo de aquel hombre de modales comunes había, pues, un artista de temperamento silencioso, de voluntad discreta, de delicada contundencia. En definitiva, un iconoclasta en llamas.
Una visitante pasea por la exposición ‘Joan Miró. Esculturas 1928-1982’ del Centro Botín de Santander / BELÉN DE BENITO
Por ahí sabemos que hizo de su existencia un arte que tardó tiempo en concretarse. Pero cuando halló la forma y el sentido se presentó como uno de los creadores más poderosos del siglo XX. “Hay que seguir lo que hace este muchacho”, dijo Paul Klee a Kandinski. “¡Después de mí, tú eres el que abre una puerta nueva!”, le reconoció en 1924 Picasso, entusiasmado ante un boceto a lápiz, según cuenta Miró en su Recuerdo de la calle Blomet. Ese alto voltaje quedaría fijado en 1945, cuando expuso sus Constellations en Nueva York, con el centro del arte ya instalado al otro lado del Atlántico bajo el reinado del expresionismo abstracto. Allí, el MoMa y la crítica norteamericana lo saludaron como el artista que, definitivamente, fundaba una nueva época.
Pero, hasta hacer cumbre, Miró sufrió el desprecio. Por ejemplo, en su primera exposición en las Galerías Dalmau de Barcelona, en 1918. Allí colgó sesenta y cuatro cuadros y dibujos, algunos de especial relevancia, como Nord-Sud y Prades, el poble. “Los expuse en un sótano, sin enmarcarlos. Y el público los rasgaba –sin pagar su importe, claro está– y escribía frases insultantes en ellos”, recordará. Josep Llorens Artigas describió en La Veu de Catalunya las tres reacciones de los visitantes: “1. A los que la exposición les ha gustado (con reservas o sin). 2. Los que se indignan. 3. Los que se dan un hartazgo de reír”. Por el contrario, Santiago Rusiñol sí celebró “su indudable gusto” y animó al artista a “continuar su carrera tan brillantemente como la ha iniciado”.
Esa extensión tuvo parada, claro, en París. En 1920, asfixiado por la fauna artística de Barcelona, Miró puso rumbo a la capital gala, donde llegó en tren a las diez de la mañana del 1 de marzo. Aquel día, en la gare d’Orsay, su aspecto era el de un provinciano vestido de domingo, rollizo, rostro enrojecido, con sombrero bombín y dos grandes maletas, de las que sobresalían el paraguas y el bastón. También llevaba una gran ensaimada para Picasso, de ésas que devoraba en Els Quatre Gats con un tazón de café con leche. La ciudad hervía de dadaísmo. El surrealismo asomaba la cresta por la esquina. Miró era un campesino que lo sabía todo de la pintura (hasta cuando Goya pinta con cuchara) y, desde ahí, llenaba sus lienzos con un manjar nuevo. Mejor que nadie, él sabía que los milagros, para hacerlos, hay que pensarlos mucho.
Una de las piezas de la exposición ‘Joan Miró. Esculturas 1928-1982’ del Centro Botín de Santander / BELÉN DE BENITO
Todo lo devoró en París: el arte de los locos, el arte de los primitivos, el arte africano, Rimbaud y los otros malditos de su estirpe, la alquimia, los místicos, los ocultistas, el exceso de Alfred Jarry y el conde de Lautrèamont, la alucinación en los sueños, las realidades ocultas, las novelas populares y los grafitos de calles con olor a sexo y lluvia, las verborreas clandestinas y las obscenidades sangrientas… A lomos de la provocación, Miró soltaba frases cargadas de nitroglicerina (“El arte lleva en decadencia desde la cueva de Altamira”), mientras aterrizaba ese torrente creativo, poco a poco, en una vida con hechuras de hombre corriente: la rutina horaria, el cuidado de la alimentación, la práctica deportiva y los planes de boda…
Porque Miró amó. Y a muchas mujeres, según desvela Massot en su biografía. “Él quiere formar una familia convencional y acotar la experimentación en la radicalidad de su concepción del arte”, sostiene. Por ejemplo, a la escritora e ilustradora Lola Anglada. A la pintora polaca Dora Bianca, la modelo del cuadro Retrato de Madame K. A Pilar Tey, a la que dejó plantada en el altar con la excusa inaplazable de asistir a una exposición de Goya en Madrid. Y, finalmente, a Pilar Juncosa, “la chica más hermosa y más dulce del mundo y sin mácula de intelectualidad”, según el artista, con quien contrajo matrimonio el 12 de octubre de 1929 en la iglesia mallorquina de San Nicolás. Entre los regalos que recibieron los contrayentes, hubo una cabeza de un tiburón capturado por Hemingway, con una mano humana en su interior.
Pero el cancán se le quebró a Miró con la Guerra Civil, sin duda uno de sus episodios vitales más en sombra. Cuando empezó el show de los fusiles, el artista puso pronto tierra de por medio a causa de las amenazas de unos anarquistas y el asesinato de su cuñado, un poderoso terrateniente, a manos de unos milicianos. Instalado en París, remató el diseño del sello Aidez l’Espagne, por encargo de la Comisaría de Propaganda de la Generalitat, y pintó el mural El segador, para el pabellón de la República Española en la Exposición Internacional de 1937. Pero sólo tres años después de escapar al galope de la carnicería española, decidió regresar aprovechando ciertas gestiones en la cúpula del régimen en Barcelona. Con todo, decidió pasar desapercibido, instalándose en Mallorca.
A partir de ahí, continuó creando. Escandalizando a su modo mientras el personal iba recuperando la memoria del arte español con él dentro. Siempre con una vocación de explorador a solas, desembocó en una estética intransferible que tiene su salida en el principio de la mirada. Porque él fue exactamente así: un vértigo hecho de demoras, un laberinto, un ajuar de sorpresas. Joan Miró es un artista que tiene esa mística del asombro donde todo es posible, donde todo sucede sin más protocolo que dejarse arrastrar por un hallazgo. Nada en su trabajo es previsible. Nada responde a una lógica precisa. Nada se ajusta a norma. Fue uno de los creadores que más lejos llevó el amago de romper todas las normas, desplazando la belleza en favor del misterio. Como juegan los niños con cinco mil años de edad.