Puede decirse que Adolf Loos (1870-1933) creyó en el futuro antes de tiempo. O lo que es igual, organizó las claves de un extraño mañana entre los pliegues de su talento. Dibujó, diseñó sin fatiga, imaginó un mundo de líneas y espacios y muebles con forma pura, purísima. Entregó su vida a ese complot apasionado de rediseñar la vida, de darle (casi) orden. Con esa deriva pasó por sus años esquivando cualquier riesgo que contaminase su sanísima utopía, su afán de contribuir a otra realidad sin molde, aquella que vino a dejárnoslo como un eslabón esencial de la nueva arquitectura.
Al parecer nunca se enroló en una aventura para la que no tuviera una respuesta. O una forma de dar razón a los principios que guiaban su trabajo. Sencillez y audacia. Disimulada complejidad. Ausencia de ornamento. “No tenemos que crear el estilo de nuestro tiempo porque ya lo tenemos”, proclamó para dar alas a la estética de la nueva sociedad industrial. La frase suena a desafío. O, quizás, a resignación. Pero él sabía que su mejor aportación era saber crear sitio. Saber hacer lugar. Con aire nuevo. Aunque, quizá, no reparó que la nueva época no premiaría la distinción, sino el consumo.
Pero antes de que ocurriera todo eso, él se plantó en el mundo a contracorriente desde que perdió, con once años, a su padre, cantero de profesión. Fue criado, al parecer, en un oportuno gineceo incrustado en la Viena de las últimas décadas del siglo XIX, convertida entonces la capital imperial en una de esas versiones del mejor de los mundos donde intelectuales y marquesas cacareaban a compás entre la abulia y la frivolidad. Pero algo debió fallarle –quizás la sífilis que contrajo en un burdel a los veintitrés años- para que la mecánica celeste de su cerebro se inflamase hasta la huida.
Un visitante observa algunos planos y dibujos en la exposición / OBRA SOCIAL LA CAIXA
Loos puso rumbo a Estados Unidos, a la Exposición Universal de Chicago de 1893. Allí se quedó tres años, trabajando desde lavaplatos a periodista, para empaparse del funcionalismo de Louis Sullivan y de la velocidad de la vida moderna. Y así fue sumando sin tregua ideas a su plan de arquitecto que tenía la polémica por vocación, y, por voluntad, la razón. A su regreso a Viena atizó con esas armas el brasero de la Sezession sin darse cuenta de lo que estaba propiciando. Lo que salió de ahí fueron espacios y objetos sencillos, desnudos y esenciales, libres de falsas apariencias.
De todos ellos hay un buen repertorio en la exposición Adolf Loos, espacios privados, armada por el Museo de Diseño de Barcelona que ahora hace escala en el Caixaforum Madrid. La expedición que propone transita por dentro: es un repaso por el trabajo en interiores del arquitecto, del que se exhiben 120 muebles diseñados o seleccionados por él entre 1899 y 1931, fotografías, planos, manuscritos y maquetas. “Él pensaba que la evolución cultural tenía que ver con el menor uso de ornamentos”, ha destacado la comisaria Pilar Parcerisas. “A menos ornamento, más cultura”, podría ser el lema.
En este sentido, Loos siempre construyó desde la intimidad. Desde el interior al exterior. “No proyecto planes, ni fachadas, ni secciones. Proyecto espacio”, vino a decir de un método conocido como Raumplan, su método, donde, a partir de la jerarquía del salón, los espacios se fundían y conectaban visualmente. Todo rodeado por un envoltorio discreto, en el extremo opuesto de la opulencia impulsada por los movimientos hegemónicos en su época. “La casa tiene que parecer discreta por fuera, y revelar toda su riqueza por dentro”, decía el autor de Ornamento y delito (1908).
Así, eliminó de los interiores los objetos inútiles y empezó a ofrecer un espacio vacío, donde el mobiliario jugaba un papel distributivo y muy vinculado a la función del espacio: rinconeras para la intimidad y recogimiento, camas y armarios empotrados, espejos que agrandaban el espacio, ventanas interiores que dejaban pasar la luz y forzaban a mirar al interior, mesas y sillas que creaban ambientes en torno a un hogar como espacio público de la casa. En definitiva, Loos llenó los espacios privados de un repertorio de muebles funcionales ya existentes o personalizados por él mismo.
Piezas de mobiliario incluidas en la muestra impulsada por el Museo de Diseño de Barcelona / OBRA SOCIAL LA CAIXA
Todo ese revuelo de formas echó a andar hacia 1899 en Viena con el Café Museum, apodado Café Nihilismus por sus detractores. En aquel local, enclavado no muy lejos del Palacio de la Secesión diseñado por Joseph Maria Olbrich (1898), Adolf Loos abrió un espacio luminoso, renunció a toda decoración y diseñó unas sillas inspiradas en un modelo anterior para hacerlas más ligeras, más útiles. Dichos asientos se situaban alrededor de unas mesas redondas de mármol suficientemente separadas entre sí para crear, a los ojos de los visitantes, un ritmo visual en el interior del recinto.
A medida que le llegaban nuevos trabajos, él crecía en su apuesta por devolver la arquitectura a sus orígenes esenciales, donde construir y habitar tienen la misma longitud de onda. Aquella aventura tomó forma, por ejemplo, en la antigua sastrería Goldman & Salatsch, construida entre 1910 y 1911 en un estilo adusto frente al Hofburg, el palacio de los Habsburgo. También en la casa de Tristan Tzara (1926) de París, con una fachada dividida en dos partes simétricas, o en el proyecto de vivienda para Josephine Baker (1927), también en la capital gala, donde el espacio interior vacío era una gran piscina.
“El arquitecto sólo es un albañil que sabe latín”, llegó a decir él, a quien no le gustaba el tratamiento ni llegó a obtener el título académico. Eso sí, opinó sobre sastrería, dieta y costumbres; patentó un sistema de casas baratas; diseñó cristalerías, muebles, carrocerías, hogares y un rascacielos dórico; ejerció, incluso, de responsable municipal de vivienda en Viena. Hacia 1925 ordenó quemar su archivo. Todo lo que quería decir ya lo había escrito por ahí; estaba accesible en publicaciones y en conferencias. “Adolf Loos. Liberó a la humanidad de trabajos inútiles” fue el epitafio que mandó poner a la familia en su tumba.