A Rubens (1577-1640) se le puede comparar con pocos pintores. Sería más certero considerarlo en sí mismo un arte al completo, un revuelo de formas que se dispara en todas las direcciones, una concentración de trazos donde habita una multitud creada por un solo hombre. Rubens es Europa en su mejor momento de la historia de la cultura del siglo XVII. Y, al mismo tiempo, Rubens es un secreto guardado por el tiempo. Un atizador de signos. Un chamán de lo que estaba por venir. Él, que como ningún otro aunó genio artístico, éxito social y alto nivel cultural, levantó un mundo único impulsado por una visión exaltada de la vida y un ideal de excelencia humano.
De él se sabe que habló con soltura seis idiomas, que conocía en profundidad las fuentes clásicas, que trabajó para las principales coronas europeas y que ejerció de diplomático -negoció un tratado de paz entre España y los Países Bajos-. Pero, sobre todo, que en algún momento de su vida decidió hacer nido en el centro de Amberes y, desde allí, estableció una corriente de algo nuevo. Porque Rubens no es exactamente el producto de una época, sino que él se inauguró como época misma. Podría decirse que empujó hacia delante el arte de la pintura y otros sólo siguieron el surco. Eso es lo que hace que mantenga viva la devoción de tanta gente, pero también la extrañeza.
Por ese lugar central, Rubens ha sido muchas veces explorado. Aunque en pocas ocasiones se le ha visto así como ahora, con el despliegue íntimo que acaba de buscarle el Museo del Prado. Nunca antes se le ha podido descubrir igual, con ese poderosísimo voltaje privado que estos días recupera. Pues él, jefe incalculable de su propia expedición, se plantó en el boceto como laboratorio, como ejercicio, como tanteo. Y a esa gimnasia de artista por dentro apunta la muestra abierta por la pinacoteca madrileña, epicentro mismo de la más amplia colección del maestro flamenco, gracias al entusiasmo de Felipe IV, uno de sus más insistentes valedores.
Un visitante observa los bocetos de Rubens 'El prendimiento de Sansón' y 'La ceguera de Sansón' / MUSEO DEL PRADO
Así, la exposición Rubens, pintor de bocetos hace parada en ese pabellón de libertades que fue la mano suelta del artista sobre la superficie, el pincel desatado en la tabla. Porque lo que para otros fue sólo retal, despojo y extravagancia, para el pintor de Amberes fue la raíz misma de su universo creativo, desplegado aparentemente a modo de obras espontáneas que tenían una clara vocación práctica. Estos ejercicios, casi anuncios de las obras que estaban que venir, le servían al maestro flamenco para orientar, por un lado, la intervención de sus ayudantes y colaboradores y, por otro, para avanzar a sus clientes qué se iban a encontrar a la conclusión del trabajo.
De este modo, impulsado por la necesidad de rentabilizar al máximo su propio triunfo, Rubens “transformó ese tipo de imagen en un componente sistemático de la preparación de sus cuadros”, explica Alejandro Vergara, comisario de la muestra y jefe de conservación de pintura flamenca del Museo del Prado. Si bien, hay en ellos una altura de lenguaje específico que le permite “definir las formas y encajar las composiciones, describir las expresiones de las figuras y establecer un esquema de luz y color, todo ello ahorrando tiempo al no llevar los bocetos al mismo nivel de acabado que vemos en sus otras obras”, recalca el experto.
Otros, sin embargo, están rematados tan al detalle que son un calco a menor escala del cuadro final. “Los bocetos le permitían afinar sus ideas sobre una escena”, apunta, al respecto, Vergara, quien ya estuvo al frente de la exposición dedicada en 2010 al pintor a raíz de la ordenación de los fondos de la pinacoteca madrileña. Pero el pintor no se quedaba detenido nunca ahí: los dibujos subyacentes y los arrepentimientos que se aprecian en muchos lienzos aparentemente ya fijados en esos trabajos preparatorios indican que Rubens seguía pensando creativamente mientras pintaba, sin limitarse a transcribir una composición ya definitiva.
Los bocetos, pues, están en su ADN artístico. Como los violentos escorzos. Como las composiciones diagonales. Como el uso valiente del color. Como los trazos precisos y rápidos de su escritura. Alcanzan aproximadamente estos trabajos un tercio de la producción total del artista –casi quinientos de las más de 1.400 obras hoy existentes- y están desde el principio de su carrera, posiblemente como ejercicio adquirido en su etapa de formación en Italia, donde marchó en 1600 por un periodo de ocho años. Allí, Federico Barocci, Annibale Carracci y Domenico Tintoretto utilizaban con frecuencia esta fórmula de trabajo que él se encargó de llenar de valor y reconocimiento.
El episodio evangélico de la pesca milagrosa en el mar de Galilea / WALLRAF-RICHARTZ MUSEUM & FOUNDATION CORBOUDN.
Como ejemplo de ello, Rubens prefirió realizar un cuadro más para uno de los altares laterales de la iglesia de los Jesuitas de Amberes antes que deshacerse de los 39 bocetos ejecutados para las pinturas del techo del citado templo, tal como estaba obligado por contrato. En dicho acuerdo –firmado en 1620- se especificaba que el maestro flamenco realizaría los diseños de las pinturas “a pequeña escala y de su mano” como punto de partida para que Antonio van Dyck y otros miembros de su taller llevaran las pinturas a su tamaño real. Antes de subirlas a su emplazamiento definitivo, él se comprometía, eso sí, a darles los últimos toques.
En esta línea, Rubens también destacó como apasionado coleccionista de grabados, acaso el primero de ellos. A su muerte, su tesoro artístico incluía seis bocetos al óleo de Tiziano, Tintoretto y Veronés, cuatro de ellos escenas religiosas y los otros, un estudio de cabeza y un estudio de caballos. Pero también sus coetáneos deseaban tenerlos en sus colecciones. María de Médicis quería ver los bocetos de la serie que había comprado. Al gobernador de Bruselas le impresionó la tabla que llevaba el diseño de uno de ellos y escribió no saber por qué decantarse: “Qué admirar más, si el ingenio y el conocimiento, el cuidado y la afinidad, o, en fin, la destreza”.
De ahí que el desenlace de los 73 bocetos reunidos ahora en el Museo del Prado es una feliz indiscreción no sólo en Rubens, sino en el espacio en penumbra de su proceso creativo. Lo que sale de ahí es una potente sustancia que sólo en raras ocasiones se puede contemplar, pero que es posible descubrir, por ejemplo, en el retrato de su hija mayor, Clara Serena Rubens, fijada pocos años antes de morir. “Tal vez el boceto nos atrae con tanta fuerza porque, siendo algo indeterminado, deja más espacio para nuestra imaginación, que ve en él lo que le place”, afirmó Diderot. En este caso, una niña feliz. Nada más rotundo.