Con Rembrandt (1606-1669) todavía ocurre que su obra es la punta de enigma de su biografía. Queda mucho de estremecedor en su mirada. En el modo en que nos ha llegado. No sólo por los quiebros de su existencia, sino por la inclemencia que dispensa en su pintura, en sus dibujos, en sus grabados. Es el arañazo de alguien que no se supo bien entendido. Tuvo mucho éxito. También se arruinó. Pero le faltó calor. Ahí están sus autorretratos --pintó alrededor de medio centenar a lo largo de toda su vida--, que son un aquelarre de daños, un largo festín de desamparos. Porque nunca se sale ileso de la aventura de atrapar el alma. La propia y la de otros. Y eso hizo. Hasta quebrar.

Este hijo de un molinero de Leiden es uno de esos hombres que dejó en una sentencia el fuego ardiente de su genio. Es la única que nos ha llegado de las muchas que debió pronunciar. Reveladora. Ambiciosa. De largo alcance. “Aspiro a lo más grande y a lo más natural”. Y en ese afán por crear su propia jurisdicción artística volcó su existencia sorteando el aplauso y el rechazo de sus coetáneos. Esquivando la gusanera de la indiferencia desde que uno de los secretarios al servicio del príncipe de Orange le abrió paso en la nueva corte, necesitada de un pintor que, como Rubens con la dinastía católica de los Austrias, convirtiera al fin a los príncipes protestantes en dioses.   

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El aguafuerte Capitán Pata Palo de Rembrandt van Rijn / MUSEO LÁZARO GALDIANO

Ámsterdam sería, por tanto, el lugar del estirón. En aquella ciudad hirviente está el origen de casi todo: logra fama, gana dinero, devora mujeres, pierde a sus hijos y conoce el horror en la epidemia de peste en 1635 y 1636. Así, mientras los ciudadanos cuidan a los enfermos y entierran a sus muertos, Rembrandt apenas sale de su estudio. Trabaja compulsivamente. En aquellos negros años, su taller bulle. Uno de sus discípulos llega a describirle como un hombre maniático, excéntrico, riguroso e inflexible, sometido a las maldades de los alumnos, que se mofan de él y pintan monedas en el suelo para que el maestro se agache a recogerlas.

Rembrandt perseguía crear su propia jurisdicción artística y para conseguirlo volcó su existencia en su pintura, sorteando el aplauso y el rechazo de sus coetáneos

En ese torbellino, el Barroco es el plancton del que se alimenta el artista, pero sin aceptar sus tiranías, su pesada digestión. Él prefiere moverse por su tiempo con algo de comando autónomo. Pone en órbita una obra sin atender a nada más que a sí mismo: sus obsesiones, sus entusiasmos, su concepto del arte como algo más allá de lo que muestra. La galaxia plástica del artista tiene una oportunísima novedad: humaniza los episodios sagrados, pone vehemencia en los retratos, coge velocidad en las narraciones, retuerce los cuerpos… Pero sabe también plasmar lo delicado, lo sutil, la luz. “Rembrandt, el pensador”, llega a exclamar Goethe al observar uno de sus grabados. 

Precisamente ahí despliega toda su potencia la exposición Rembrandt. Obra gráfica, que ha abierto sus puertas en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid (hasta el 3 de junio). Hay en esta muestra algo de revelación, una feliz indiscreción de artista adentro. Casi un paseo furtivo por aquella máquina recaudadora que durante años fue para el genio neerlandés el grabado. En vida hizo más de trescientas estampas. Y a ellas volvía una y otra vez para trabajarlas, modificarlas, mejorarlas, con la obsesión del que vive por dentro en combustión. Esos trabajos dan cuenta de la singular iconografía que alimentó Rembrandt, impulsada por los avatares de la época turbulenta que le tocó en suerte.

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Algunas de las estampas de la exposición Rembrandt. Obra gráfica / MUSEO LÁZARO GALDIANO

Estas 37 láminas que ahora ven la luz –nunca se habían mostrado antes públicamente, salvo la estampa (inacabada, quizás) El artista y la modelo– tratan de compendiar la obra gráfica de Rembrandt. Temáticamente, desde los retratos y los episodios sagrados a las escenas de género. Técnicamente, desde la minuciosidad de cada línea de los primeros trabajos a las interpretaciones libres más tardías. “Fue un grabador excepcional, con una fama enorme, que siempre aspiraba a ir más allá. Trabajaba de forma genial con la luz, con las sombras, con el claroscuro”, explica Carmen Espinosa, comisaria de la exposición y conservadora de la institución madrileña. 

Su pintura humaniza los episodios sagrados, pone vehemencia en los retratos, coge velocidad en las narraciones y retuerce los cuerpos

En este perfil del artista, fijado ya en la exposición Rembrandt, la luz de la sombra que puso en órbita hace años la excepcional reunión de sus estampas conservada en la Biblioteca Nacional de España (BNE), es posible rastrear cómo el genio pasa de la meticulosa construcción del dibujo, con cientos de líneas definidas, de sus primeros trabajos al dominio total de la composición sólo a través de luces y sombras en sus últimas obras. Este ejercicio hace cumbre ahora en la muestra del Museo Lázaro Galdiano en las láminas El ángel alejándose de Tobías (1641) y La oración del rey David (1652), donde las escenas se confeccionan a base de manchas. 

En estas láminas, el maestro trabajaba de forma genial con la luz, las sombras y el claroscuro

Basta recorrer esta expedición para comprobar cómo su obra se va adelgazando, deshaciéndose de lo accesorio, emergiendo hacia lo esencial a medida que el inventario de años y heridas crece. Rembrandt es un artista de historias que al final se hace consciente de su lenguaje, como si se hubiera detenido a reflexionar. Comprende que el arte se va posando en el pensamiento. Y, a su modo, piensa en arte. Ya no se representa como un hombre acaudalado que mira desafiante al espectador como en el Autorretrato de 1638, sino que se exhibe en el taller trabajando, estudiando cómo incide la luz que entra en el espacio de trabajo (Rembrandt grabando o dibujando junto a una ventana, 1648).

A juicio de Carmen Espinosa, el maestro neerlandés es “uno de los grabadores más importantes de la Historia”, aunque en su trabajo con el buril y la punta seca sea más fácil “ver su influencia en otros artistas que la que pudo tomar él”. En este sentido, expone, “la brutalidad de luces y sombras es, sin duda, su principal seña de identidad”. Su onda expansiva atravesó siglos. Por eso, cuando Goya conoció esta vertiente del artista a través de la notable colección de estampas que poseía su amigo, el ilustrado Juan Agustín Ceán Bermúdez, el aragonés sólo acertó a decir: “Yo no he tenido otros maestros que la naturaleza, Velázquez y Rembrandt”.