Hace poco más de una semana, en Barcelona, una chica de catorce años estuvo a punto de diñarla por hacerse una foto molona. Con esa intención, se subió a la azotea de un edificio de ocho pisos dispuesta a colgarse de una viga que sobresalía de la fachada, momento en el que un amigo le haría la ansiada instantánea, que luego ella colgaría en su Instagram. La pobre llegó a colgarse de la viga, pero luego se quedó sufriendo un ataque de pánico en una estrecha cornisa, a una altura de cuarenta metros. Tuvieron que intervenir las fuerzas del orden para levantarla a pulso y devolverla a la azotea y a la posibilidad de seguir viviendo. Nada más lejos de mi intención que ejercer de carcamal sentencioso con una adolescente, pero no me negarán que es curioso que la obsesión por retratarse se esté extendiendo de manera tan amplia y peligrosa. Y la cría en cuestión ha tenido suerte.
No podemos decir lo mismo del joven malayo que, disfrazado de Spiderman, cayó al vacío desde la azotea de un edificio de Taiwan. Ni de la mujer rusa que se hizo un selfie en la bañera que resultó ser el último de su vida, pues se electrocutó porque tenía el móvil enchufado. En 2015 murió más gente en el mundo haciéndose selfies que por ataques de tiburón. El sector extremo de la fotografía amateur se va radicalizando, y cada vez se muestra más exigente consigo mismo. Que suban fotos de gatitos y perretes los pusilánimes aburguesados, parecen pensar esos radicales, nosotros, si no nos jugamos el pellejo, no le vemos la gracia al asunto. Creo que nos encontramos ante la fase más desquiciada de la obsesión humana por registrarlo todo, como si ya a nadie le bastase con la memoria para recordar las cosas.
Lo importante es que se fijen en ti, destaques sobre la competencia y dejes de ser un rostro en la multitud
Los Kinks grabaron a finales de los años 60 una canción titulada People take pictures of each other (La gente se hace fotos mutuamente) que constituía una reflexión muy triste --y típica de su líder, el gran Ray Davies-- sobre la manía de los humanos de inmortalizar cada momento de su existencia, just to prove that they loved one another, just to prove that they really existed (solo para demostrar que se querían, solo para demostrar que realmente existieron), y acababa con el ruego del cantante ante la sobredosis de fotos: Don't show me no more, please (No me enseñes más, por favor).
La popularización de la fotografía fue el primer paso hacia la electrocución en la bañera. Los que ya tenemos una edad aún recordamos con horror cuando se puso de moda montar sesiones de diapositivas que duraban horas y que solían mostrar la alegría (ajena) del viaje a personas a las que se la sudaba ese viaje y, en muchas ocasiones, sus protagonistas. El tomavistas viejuno cedió su lugar al vídeo y el vídeo a lo digital. Había que registrarlo todo: lo que no se fotografía ni se graba no existe, es como si nunca hubiera sucedido. Y el género estaba obligado a evolucionar. ¿Quién quiere ver a una pareja de pantuflistas abrazados en una góndola veneciana o haciendo como que sostienen la torre de Pisa? Con semejantes birrias no llegas a ninguna parte en Instagram. Si eres famosilla, no te olvides de enseñar el culo con cierta frecuencia, o bajará tu número de followers. Y si no te conoce ni tu padre, pues ya sabes, o te caes de una azotea o te electrocutas en la bañera. Lo importante es que se fijen en ti, destaques sobre la competencia y dejes de ser un rostro en la multitud.