Entre esos artistas abundantes que estuvieron siempre listos para expresar el mundo a su manera estuvo Egon Schiele, a quien resulta difícil encontrarle horma en lo suyo. En sí mismo no parece exactamente un pintor, sino una forma de entender el mundo lejos de cualquier canon, de cualquier tiempo, de cualquier convención. Nació en 1890 en Tulln, cerca de Viena, encajado entre la extensa prole de un modesto jefe de estación de ferrocarril que pilló la sífilis en un burdel durante su luna de miel para acabar subido en sus años finales a la nube negra de la depresión y la locura. Al parecer, obligaba a su familia a dejar sitio diariamente en la mesa a los fantasmas que veía por la casa.
Aquel hogar con hábitos de manicomio fue el principio del combate que el artista mantuvo consigo mismo, el detonante de una rebeldía que se entrenó contra aquella tahona familiar donde la asfixia se amasaba con hambre, preceptos religiosos y una tonalidad lastimera de orgullo herido. Desde ahí aceleró hasta los veintiocho años --murió en 1918-- para adueñarse de un lenguaje propio que tenía su caladero en el exceso, en todo aquello que de brutal tiene el ser humano: amor, sexo, alcohol... Vivió poco, pero lo hizo dentro de un romance animal. Y con esos materiales se aupó hasta la cima de la pintura, de su pintura, que tiene mucho de misterio y de carne cruda.
Arte pornográfico
“¡El arte no puede ser moderno, el arte debe ser eterno!”, gritó una vez, a modo de razón de vida, Egon Schiele, que vuelve a desplegar enigma con motivo del centenario de su fallecimiento en el Museo Leopold de Viena, donde el oftalmólogo Rudolf Leopold reunió el más importante arsenal de sus piezas. La exposición huronea y celebra la extensión de su secreto, el suspense de su obra sin respuestas, el progresivo avance de su genialidad. Y lo hace a través de 65 pinturas y 70 dibujos para fijar un infierno único de obsesiones todavía incómodas. La campaña promocional de la cita artística fue directamente rechazada en Londres y en Hamburgo “por pornográfica”.
A partir de aquí, Schiele es una incógnita difícil de traspasar. No está en el ritmo exacto de su tiempo, sino que se alza al alero de una tradición propia que limita al norte con el expresionismo y al sur con la Sezession vienesa, donde se hizo hueco unos años al calor de Gustav Klimt. Este desvío de lo esperado le valió el estupor de sus coetáneos. También el desconcierto en vida. Muy pocos supieron del trabajo absoluto del artista. Y a él le importó muy poco ese desdén, aunque sí lamentó el rechazo y las dificultades económicas que llevaba aparejado el ser distinto. Fue un alucinado cuyas ideas están hoy en hora con las de los vanguardistas más expeditivos y feroces del siglo XX.
El lienzo 'Mujer acostada', ejecutado en 1917 por Egon Schiele / LEOPOLD MUSEUM
Sería, quizás, porque a punto estaban Freud y Wittgenstein de abrir en canal el mundo, pero Schiele ya tenía dentro la molécula violenta de los que no se someten a más ley que el desorden de los sentidos. “Mi camino pasa por el abismo”, escribió el artista, quien pintaba frenéticamente esas obras suyas con líneas nerviosas que salen de algo más que de la mano. Que parecen venir de las últimas habitaciones de la sangre. La mancha monstruosa, la carne violentada, los dos seres que se rozan y arden luego, el retrato caníbal que palpita en una cierta lejanía, el autorretrato salvaje, de los que realizó alrededor de un centenar con toda la precisión del terror, del dolor o del asco.
La luz de los cuerpos
Porque, en realidad, Schiele era una mezcla de crueldad y fuga, la versión palpitante de esos rostros descarnados que sobrecogen en sus cuadros, para los que requería a niñas, mujeres y amantes a las que escaneaba con el fuego de su ojo abrasado, a las que retrata como si se lanzara sobre ellas, con desdén, con furia, con pasión, con miedo. “Pinto la luz que viene de los cuerpos”, aclaró alguna vez sobre su gramática artística, que lo hizo convertirse en el inquilino único de un infierno de obsesiones y profecías que generaron imágenes fabulosas, escenas de una furiosa humanidad, tal como alumbra Carla Carmona en el potente ensayo En la cuerda floja de lo eterno (Acantilado).
Aficionado a la teosofía y al espiritismo, se despeñó por la vida entre reconocimientos (pequeños) y escándalos (grandes). Uno de sus profesores en la Academia de Bellas Artes lo tachó de “excremento del demonio” y le ofreció un aprobado a cambio de que no dijera nunca que había sido alumno suyo. Con la carrera artística en marcha, se enganchó a una joven de 17 años, Valerie Neuzil, Wally, a quien convirtió en su amante y en su modelo. A causa de ese amor en llamas, acabó en prisión acusado de corrupción, secuestro de menores y difusión de dibujos obscenos. El juez quemó una de las obras que tenía en el estudio: una niña desnuda de cintura para abajo.
Una visitante de la exposición toma imágenes del famoso 'Desnudo masculino sentado (Autorretrato)' de Egon Schiele / LEOPOLD MUSEUM
Pero el artista seguía deletreando el mundo con sus cuerpos extremados cuando creyó que había llegado el momento de echar el freno. Cortejó a una joven burguesa, Edith Harms, acompañado de su amante, a la que propuso realizar “todos los veranos un viaje de recreo”. Sin embargo, ella no aceptó y se alistó como voluntaria en la Cruz Roja, pues la Primera Guerra Mundial zumbaba con fuerza por los campos. Nunca más se vieron, ya que Wally murió en 1917 de escarlatina. Al año siguiente lo hizo la esposa del pintor, embarazada de seis meses, a causa de la epidemia de gripe española. Egon Schiele sólo le aguantó tres días más, aunque antes pintó a esos muertos tan cercanos.
“La obra de arte de contenido erótico también tiene santidad”, llegó a decir Schiele cuando le preguntaron por el desconcierto que desataban sus cuadros de desnudos. Él, que vivía en el límite mismo, en la región más transparente del vértigo, se construía y se destruía a cada hora, al tiempo que su obra se iba haciendo imprescindible para entender de algún modo uno de los cauces del arte del siglo XX, aquel que tiene su impulso también en el testimonio de un fracaso. En la belleza de lo devastado. Todo lo suyo contiene un espigón de noches infinitas. Un catálogo de cicatrices. Un morse animal. Y la conclusión es salvaje e irremediable: después de todo, apenas el vacío.