A los lienzos de Francisco de Zurbarán (1598-1664) se accede exactamente por una ventana de asombro. Nada está al alcance de lo que se ha visto antes. Nada se muestra igual en ellos a como se muestran las cosas del mundo. Hay algo por estrenar y sólo se descubre cuando aquí gana cobijo la mirada. Es lo que le sucede a la serie Jacob y sus hijos, compuesta por trece soberbias representaciones, a tamaño natural, de los fundadores de las doce tribus de Israel, cuya propiedad está actualmente repartida en Inglaterra entre el Obispado de Durham y una familia nobiliaria de Lincolnshire, que sólo posee el cuadro dedicado a Benjamín, el menor de los hermanos.
La reunión de la serie al completo por unos meses en las paredes de la Frick Collection de Nueva York es, sin duda, un acontecimiento excepcional. Ha ocurrido pocas veces desde que se pintó allá en el primer estirón del siglo XVII. Entonces, claro, el mundo no iba tan deprisa. Entonces era la década de 1640, cuando Zurbarán y su taller ejecutaron en Sevilla los trece lienzos con destino a su exportación al Nuevo Mundo. Allí, el conjunto de los patriarcas logró una importante fama a raíz de la creencia de que los indígenas del nuevo continente descendían de las llamadas “tribus perdidas”, las que se dispersaron tras la invasión de Israel por el rey asirio Salmanasar.
Misteriosa salida de España
Según la documentación existente, el pintor realizó al menos dos series de Jacob y sus hijos con destino al Nuevo Mundo. Casualmente, y si bien no hay pruebas de que se trate de éstas, en Lima, Perú y en Puebla, México, se hallan dos conjuntos similares vinculados al taller de Zurbarán. Con todo, el conjunto que exhibe la Frick Collection hasta el próximo 22 de abril puede considerarse, por su calidad, como la versión príncipe de todas las conservadas. Su brillante ejecución también indicaría --así lo sugiere Gabriele Finaldi, director de la National Gallery-- que fueron pintadas por encargo de un acaudalado cliente de la América española y no para su venta en el mercado libre de Lima o Buenos Aires.
Detalle de 'Judá', el cuarto hijo de Jacob, ataviado con corona y cetro como progenitor de reyes / AUCKLAND CASTLE
Pero, entonces, ¿cómo llegaron en el siglo XVIII estos lienzos nómadas a Inglaterra, donde Zurbarán era entonces un perfecto desconocido? El historiador César Pemán apuntó en 1948 la posibilidad que los cuadros fueron capturados, en la travesía de España a América, por piratas en medio del Atlántico y llevados con posterioridad a territorio británico. Pese a lo hermoso del relato, lo más probable es que las trece obras (Jacob y sus hijos Rubén, Simeón, Leví, Judá, Zabulón, Isacar, Dan, Gad, Aser, Neftalí, José y Benjamín) nunca llegaron a salir de España hasta ser embarcadas con rumbo a Inglaterra, hacia 1726, como parte de un cargamento de cuadros importados.
Recorrido en Inglaterra
Ya en Londres, Las doce tribus de Israel entraron a formar parte de la colección de James Mendez, un rico comerciante y corredor de bolsa que los adquirió en una subasta convocada tras la quiebra de la compañía South Sea Company, dedicada a la importación de vinos, frutas y azúcar. La serie de los patriarcas de Zurbarán --citado en la documentación de la puja como Zuberan o Zuburan-- debió atraer a este destacado miembro de la comunidad de judíos portugueses que vivía en la capital británica, puesto que ya en el siglo XVIII los sefardíes reivindicaban ser descendientes de la tribu real de Judá. Tras su muerte, en 1756, sus propiedades también salieron al mercado.
Allí los adquirió el obispo de Durham Richard Trevor, quien desembolsó por ellos 124 libras, con precios que oscilaban entre las dos libras y dos chelines del lienzo de Rubén y las 21 libras con diez chelines y seis peniques pagados por Isacar y Neftalí. Además, encargó al pintor Arthur Pond una copia del cuadro de Benjamín --pagó por ello 21 libras, casi tanto como por el más caro de los zurbaranes--, que se le escapó en la puja. El prelado ordenó que se colgaran en su residencia, el castillo de Auckland --donde hoy todavía están--, para difundir su logro en la extensión de los derechos a los judíos con la derogación de la Ley de Naturalización en 1753.
Detalle de 'Benjamín', el último cuadro del conjunto, hoy en Grimsthorpe Castle, en Lincolnshire (Inglaterra)
Como apunta Finaldi, la separación del Benjamín de Zurbarán del resto de la serie --que persiste hasta hoy-- dio origen a una curiosa anécdota según la cual el anticuario que vendió los lienzos al obispo Trevor era un judío perteneciente a la tribu de Benjamín y se sentía incapaz de vender el retrato de su antepasado. Está documentado, sin embargo, que el cuadro en cuestión se subastó a la vez que los otros, siendo adquirido por Jones Raymond, un importante comerciante y coleccionista londinense. El siguiente emplazamiento del lienzo está documentado desde 1812 en Grimsthorpe Castle, en Lincolnshire, residencia de la familia Willoughby de Eresby.
Reencuentro con la serie completa
A causa de este remolino de caprichos, intrigas, azares y destinos, la serie de Jacob y sus hijos se ha podido ver al completo en contadas ocasiones, con todo ese poderosísimo calambre que despliega. Ocurrió así en 1994 en la National Gallery de Londres y, un año más tarde, en el Museo del Prado, dentro de la celebración de los 175 años de su apertura. Ahora, el cierre del castillo de Auckland para su reforma ha permitido el viaje de los lienzos al Museo Meadows de Dallas y a la Frick Collection, previa parada en el taller del Kimbell Art Museum. El estudio ha desvelado pigmentos, preparaciones y arrepentimientos que alumbran a un artista eficiente, ambicioso, genial.
De este modo, el reencuentro con el artista es contundente. Es posible ver al pintor de cuerpo entero: su maestría, las manos veloces y firmes, la forma de releer el Antiguo Testamento... Cada figura domina el mundo de su propio lienzo. Hay una importante diversidad en los tipos físicos y sociales, así como en las edades, los trajes y las actitudes. Algunos personajes aparecen de frente, otros de perfil o de espaldas. Los patriarcas se convierten en personificaciones de las virtudes y, pese a su individualidad, pasan a ser arquetipos de sabiduría, virilidad, valor, belleza juvenil y ardiente religiosidad. Un espectáculo vitalísimo que da cuenta del genio de Zurbarán.