Las primeras palabras que leí por iniciativa propia fueron: Frankfurt Agustín. El susodicho establecimiento estaba en la esquina del semáforo donde mi madre se paraba con el coche antes de depositarme en la puerta del colegio. A veces culpo a ese antiguo estreno de mi irrefrenable gusto por los bares económicos y las salchichotas presuntamente alemanas. Así que, antes de que mi hija se decidiera a estrenarse con los carteles de Fincas Don Piso o Banc Sabadell --y eso hipotecara su futuro--, decidimos ponerle al alcance de la manita unos cuantos libros y cómics para adoctrinarla a placer.
No creáis que la cosa fue sencilla. Las primeras veces que íbamos a la biblioteca y le recomendábamos algún libro, la petisa, escudada tras una sonrisa inescrutable, lo descartaba y en su lugar elegía algún horror con coartada televisiva que luego ninguneaba en casa. Recuerdo que durante aquella época nuestra hija no quería irse nunca a dormir. Caía rendida cada noche a las tantas. Un día nos dijo que lo hacía porque sospechaba que, cuando ella se dormía, su madre y yo celebrábamos grandes fiestas que oportunamente recogíamos antes de que despertara. En realidad, durante aquellas interminables noches, M. trataba de consolarme por nuestro fracaso bibliotecario: "Ya sabes, algunas familias solo saben mostrar su cariño mediante el rechazo". Tras unos cuantos intentos fallidos más, decidimos diseñar un plan maestro: la cosa consistía en dejar como al desgaire unos cuantos libros sobre el sofá, entonces, a la que nos descuidábamos, nuestra especie autóctona de Gremlin los cogía y empezaba a mirarlos muy fijamente. Nos congratulamos sobremanera. Coincidimos en que fingir que se lee es el primer peldaño de la larga escalera del éxito social.
Un acontecimiento familiar
Pero después de un tiempo parece que dejó de fingir. Y de entre todos aquellos libros, pronto decidió que su favorito eran las tiras incluidas en los diferentes volúmenes de Macanudo --un argentinismo que significa algo así como formidable-- del ilustrador Ricardo Siri Liniers. Desde entonces, la llegada a casa de cada uno de los tochitos que Liniers entrega casi anualmente a imprenta se convierte en un acontecimiento familiar. Mi hija se los lee de una sentada, sin levantarse del sofá, memorizando algunos de los gags de sus múltiples protagonistas. Reservoir Books acaba de publicar el número que hace 12.
Si eso no basta para recomendar vivamente a un autor todavía tengo más argumentos de peso. Para empezar, Liniers es el único ilustrador que me ha besado. Fue por equivocación, o eso me dijo entre risas, aquella mañana en la feria del cómic de Barcelona de hace unos años cuando me salió al paso mientras yo guardaba obedientemente la cola para que me firmara uno de sus primeros Macanudos. Había bastante cola. Yo esperaba con una sonrisa de oreja a oreja para conseguir uno de sus dibujillos, cuando vi que el autor argentino se levantaba de su silla, abría los brazos para recibirme y colocarme un beso en la mejilla. "Che, te confundí con un amigo que vive en Barcelona y hace tiempo que no lo veo pero no me arrepiento, ¿eh?", me dijo. Le contesté que yo tampoco me arrepentía y que sin duda esa era una buena manera de cuidar a sus lectores.
Un dibujante a una tira pegado
Pero Liniers hace tiempo que anda repartiendo --perdonadme la cursilería-- sus besos gráficos por doquier. Su conjunto de dibujos de acuarela y línea clara prescinden del cinismo, llevan más de una década abriendo sus ventana de 10 centímetros cuadrados de sonrisa y optimismo en el diario argentino La Nación.
Érase un dibujante a una tira pegado. Érase una tira superlativa, a menudo sin trama o chiste. A un tiempo intelectual y sencilla. Tonta y profunda. Protagonizada por amigos imaginarios que responden al nombre de Olga; por la niña Enriqueta y su gato Fellini; por la vaca cinéfila y el hombre que traduce el título de las películas; por Oliverio la aceituna y Alfio la bola troglodita; por Pan Chueco y el joven Picasso; por Z-55 el robot sensible y gente que anda por ahí; por el Capitán Dejavú y Teresita y Lorenzo. Múltiples teselas que componen un mosaico cada vez más grande y complejo.
Ironía amble y minuciosidad filosófica
Dibujar una tira diaria es fracasar en público, declara Liniers, aceptar que uno no siempre es ingenioso o tiene algo que decir. Algunas de sus tiras trascienden el género y se contentan con ser un simple dibujo, una cita adecuada o sugestiva, un guiño o una columna de opinión. Tiras cómicas que son ensayos que son poemas que son un diario personal. Que permiten que las leas en orden cronológico o aleatorio. De modo accidental o exhaustivo.
La otra noche leíamos juntos una tira donde un niña no conseguía decir si su animal favorito eran los perros o los gatos. Mi hija, mientras apagaba la luz para conciliar el sueño a una hora bastante razonable, me dijo con media sonrisa que ella lo tenía claro, que su mascota favorita era yo. Después de un rato, la carcajada inicial se me ha congelado. Todavía no me he decidido entre el cabreo o la satisfacción. Como la biblioteca del cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, como el extraño libro del hombre en el castillo, las tiras de Liniers también consiguen contaminar la realidad con su ironía amable y minuciosidad filosófica. Consiguen macanudizar tu vida.