Brassaï descubrió que el mundo comienza donde acaban los ojos. De ahí que eligiera pronto vivir con el cuerpo detrás de una cámara. Fue un revolucionario sin fusiles, un aprendiz de todo, un artista poderoso que revoloteó --es cierto-- alrededor del surrealismo, si bien no estuvo sujeto a ninguna obediencia. Todo ese potencial que le iba por la masa de la sangre lo concentró en saber mirar y en descubrir que hay gentes y lugares que, aun de noche, tienen una luz de mañana estrellada. Empujado por una curiosidad sin fondo, levantó a pulso un puñado de fotografías únicas, distintas, extraordinarias.
Alguna instantánea se conserva todavía donde es posible verlo con un pitillo en la boca encaramado con la córnea derecha a la cámara o mirando sus propias fotografías con un punto de distancia. Como si estuviera concentrado no en lo que tiene delante de los ojos, sino en aquello que se dispone a vivir en cada una de sus imágenes. Suele pasar con Brassaï lo que con algunos fotógrafos: lo más importante de sus imágenes late por debajo, allí donde comienza esa magia de lo que no se ve, una historia, una aventura, un mensaje. “No invento nada. Todo lo imagino”, confesó.
La mirada de Brassaï, desde la catedral de Notre Dame, en una fotografía fechada a comienzos de los años treinta
París
Pero para llegar a saber más de él hay que hacer parada antes en la penumbra de otro hombre: Gyula Halász. Inscrito en 1899 en el registro de nacimientos de Braşov, localidad situada al pie de los Cárpatos, a este hijo de un profesor de literatura francesa lo descalabró con cuatro años la mudanza temporal de la familia a París. Tras combatir en la Gran Guerra incrustado en un regimiento de caballería, ejercer de alevín de redacción en Berlín e iniciar los estudios artísticos en Budapest, regresó en enero de 1924 a la capital gala, donde no tardó en asentar vida, nación y pseudónimo.
Porque París tenía por entonces algo de centro planetario donde los artistas dejaban caer su culo pelado en los asientos de los cafés. Así compartió tertulia y absentas con Jacques Prévert, Robert Desnos, Jean Genet y Henry Miller, que lo metió entre los cañonazos de Trópico de cáncer: “Días después, conocí a un fotógrafo; retrataba todos los burdeles de mala muerte para un muniqués degenerado...”. También trató a André Breton, Henri Matisse, Alberto Giacometti y Pablo Picasso, quien le dedicó su amistad y su admiración (si eso fuera realmente posible). Pero fue Eugène Atget quien asumió el compromiso de alentar aquel talento joven hacia la fotografía.
Fotografía de una escalera en Montmartre, en París, tomada por Brassaï en 1932
Exposición en Barcelona
“Hay mucho que ver, sobre todo para un hombre de mi naturaleza, interesado en cada faceta de este monstruo: su exterior, su interior, su forma de respirar, vivir, moverse. No hay piedras, cuadros y esculturas que desfilen ante mis ojos que no dejen sus huellas”, anota a su familia el 13 de junio de 1924 este fotógrafo, cuya obra hará escala en Barcelona desde el 19 de febrero en la casa Garriga i Nogués de la Fundación Mapfre. Para él, la ciudad es “su campo de batalla, donde estudia cómo París vive y se mueve, pero también cómo se mueven en ella las personas”.
Armado con una Voigtländer, Brassaï hizo de ese costado de París que es Montparnasse el caladero de su atlas de geografía urbana. Las instantáneas que disparó son el puzle recosido no sólo de un momento de la ciudad, sino de un momento del hombre. Logró hacer visible la escuadra de una oscuridad que él retrató como un bronce de primera calidad. En aquellos años, las imágenes en blanco y negro eran una singular combinación de extrañeza y susto, con esa tensión bíblica que tiene la realidad cuando se presenta en estado puro. Ese poderoso aguafuerte de calle y barrio está en las sesenta y cuatro fotografías que contiene el libro Paris de nuit (1932).
Fama internacional
El éxito de aquella notaría suburbial puso a Brassaï en contacto con las revistas de arte y las publicaciones periódicas internacionales de más quilates. Así, sus instantáneas empezaron a salir regularmente en Minotaure --donde la serie dedicada a las esculturas involuntarias le valieron la admiración de Salvador Dalí y de André Breton, quien, impresionado, le pidió que ilustrase L’Amour fou-- o en Verve, que le hizo numerosos encargos. También se sumó a la escudería de Harper’s Bazaar, cuya directora, Carmel Snow, le propuso pagarle 3.000 francos por dos imágenes al mes.
La colaboración del fotógrafo con Harper’s Bazaar arrancó en 1935. A veces, el encargo estaba claramente especificado: por ejemplo, se trataba de realizar ocho fotografías para ilustrar cuatro páginas sobre Aristide Maillol en su taller, un retrato urgente de Matisse en su casa en el Midi, seis imágenes de los ensayos del último ballet de Roland Petit... Otras veces es Brassaï el que hacía las propuestas que le interesaban: un viaje a Nueva York, la serie de las monjas del Hospicio de Beaune o las esculturas de las Islas Cícladas, en las que, según confesó, se inspiraba para sus propias obras.
Armario con espejo en un burdel de la calle Quincampoix de París (1932)
Viaje a España
En este clima profesional, Brassaï decidió emprender viaje en 1951 a una España que olía todavía a sardina de bota. Fue uno más en esa brillante tripulación de ojos que desembarcó en este desdichado perímetro de tierra a lo largo de la década del medio siglo: Henri Cartier-Bresson, W. E. Smith, William Klein, Georg Oddner, Marc Riboud, Edouard Boubat y Robert Frank, entre otros. Él recaló en Sevilla envuelto en un proyecto sobre las fiestas populares que quedó plasmado en las setenta fotografías de la Semana Santa y la Feria de Abril incluidas en el libro Seville en fête (1954), donde transpira un censo humano con algo de estupefacción, delirio y soflama.
Por consejo de Picasso (“Tiene un don y no lo explota. Es imposible que la fotografía pueda satisfacerle plenamente. ¡Le obliga a una abnegación total!”), también se dedicó, a lo largo de su vuelo creativo, a la pintura, la escultura, la tapicería, la literatura y hasta el cine. Con la película Tant qu'il aura des bêtes ganó un premio en el Festival de Cannes de 1956. Pero él siguió echado a la vida con una cámara colgada al hombro sin bajarse del podio de los grandes fotógrafos. Falleció el 8 de julio de 1984 en Èze, al sur de Francia, y lo enterraron en el cementerio de Montparnasse de París. Allí quedó para siempre, mirando, una vez más, desde el quicio de lo insospechado.