En ese ventarrón de libertad que sopla en la obra de Giuseppe Arcimboldo (Milán, 1526-1593) podríamos establecer una nueva dimensión del espectáculo de la pintura. La imaginación de este hombre lleva al asombro, aunque empuja más hacia la inquietud. Él puso la vida del revés en un despliegue de estampas incalculables, justo hasta el exacto límite donde sólo nos queda ya admirar las cosas. Lo que nos ha llegado de lo suyo es un carrusel muy breve y muy loco, algo así como el paisaje de una democracia de perfil con seres hechos de bestias y de flores.
El Museo de Bellas Artes de Bilbao cuelga todavía por unos días los únicos tres cuadros de su autoría custodiados en España: La Primavera, de la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, y Flora y Flora meretrix, ambas en manos privadas. Coincide esta cita con todo el fuego de artillería desplegado para su primera exposición en Roma. A modo de reunión excepcional, hay en el palacio Barberini una veintena de piezas autógrafas. Con distintas ambiciones, las dos muestras vienen a presentarlo como un artista de calambre único, pero enclavijado profundamente en las coordenadas culturales de su tiempo.
De extravagante a precursor de vanguardias
Para llegar aquí, Arcimboldo tuvo que pasar más de tres siglos instalado en el desván del canon occidental de la pintura. Fue considerado un artista de vuelo original, pero demasiado corto. Un extravagante descompensado. Un tronado. Un exótico con habilidades... Hasta que Alfred H. Barr Jr. abrió senda al señalarlo como precursor de las vanguardias en la exposición que diseñó en 1936 para el MoMA de Nueva York: Fantastic Art, Dada, Surrealism. Por ese mismo carril siguieron Max Ernst, André Breton y Salvador Dalí, quienes descubrieron en él un eco familiar de lo que intentaban. El pintor catalán, sin ir más lejos, lo nombró “padre del surrealismo”.
La restitución de este creador singular tuvo otra meta volante en el ensayo que en 1980 le dedicó el semiólogo Roland Barthes. “El arte de Arcimboldo no es extravagante, se mantiene siempre dentro de los límites del sentido común, en las lindes del proverbio; los príncipes hacia quienes iban destinadas estas diversiones debían poder asombrarse con ellas, pero también dominarlas”, señala el autor de El placer del texto. La exposición Effeto Arcimboldo, celebrada en 1987 en el Palazzo Grassi de Venecia, abrió al artista a las riadas de público, que volvieron a repetirse años después en Viena, París, Milán y Washington. Hasta Roberto Bolaños echó mano de él en la fabulosa novela 2666.
Detalle de 'Flora meretrix' (ca. 1590), una de las tres obras de Arcimboldo que se conservan en España
En las últimas décadas, se han sumado datos y teorías alrededor de Arcimboldo sin perder el misterio. Cuajó para el arte en Milán al lado de su padre y su tío, ambos muy próximos a un discípulo de Leonardo da Vinci, Bernardino Luini. Trabajó en el Duomo como creador de tapices y vidrieras y pintó frescos para la catedral de Monza. Su vida dio un giro decisivo en 1562 al unirse a la corte imperial invitado por el futuro Maximiliano II como retratista, si bien no se conserva ningún lienzo documentado del género. También diseñó torneos, vestuarios, escenografías y recepciones nupciales. Así lo demuestran los dibujos que se conservan hoy en la Galería de los Uffizi de Florencia.
Imaginería de rareza inmediata
El director del Museo del Prado, Miguel Falomir, está convencido de que el artista milanés “no fue un gran genio del Renacimiento como Leonardo o Miguel Ángel, aunque su gran virtud fue encontrar su propio camino”. Él es el fundador de una imaginería de rareza inmediata: las teste composte (cabezas compuestas), donde combina elementos dispares para formar una cabeza y la parte superior de un busto. Las series de Las Estaciones y Los Elementos son el mejor ejemplo. “Arcimboldo no sólo encontró su propio e inusual camino en el competitivo mundo artístico de la segunda mitad del siglo XVI, sino que ideó un tipo de pintura fácilmente reconocible e indisociable de su nombre”, explica Falomir.
En el perímetro de estas obras hay teorías que parecen disparates, como aquella que las enlaza con la miniatura medieval mogola. Otros, más serios, creen que estas telas son el resultado de la sofisticada corte imperial donde aterrizó Arcimboldo, interesada en los avances de la alquimia y la astronomía. Se trataría, por tanto, de una inteligente combinación de lo grave y lo humorístico que podía suscitar una sonrisa, pero que al mismo tiempo era portadora de las últimas nociones poéticas, políticas y filosóficas. Frente a este origen erudito y centroeuropeo, hay quien prioriza el sentido grotesco de las cabezas compuestas como deudoras de la tradición popular milanesa.
Falomir también apunta a la influencia en estas cabezas de Leonardo da Vinci en una doble vertiente: como creador de las teste grotesche e di carattere (cabezas grotescas y de caracteres) y por su aproximación científica a la naturaleza. Por diversos testimonios de la época, se sabe que Arcimboldo logró un importante prestigio como pintor de la naturaleza. Colaboró de forma habitual, por ejemplo, con aguadas y acuarelas de flora y animales para el naturalista Ulisse Aldovrandi, quien llegó a reunir en un museo los ejemplares más extraños y más maravillosos de la Tierra. Muchos de ellos también formaron parte del gabinete de las maravillas del emperador.
Arcimboldo logró activar una construcción pictórica característica que se convirtió en una suerte de marca propia. Reconocida y reconocible. A Rodolfo II lo retrató --ya de regreso en Milán-- en Vertumno (1592) como el jardinero supremo que trae orden a las estaciones y al ciclo de la vida. Una hermosa pera ocupa el lugar de la nariz. “Mira la manzana, mira el melocotón / cómo se me ofrecen en ambas mejillas / redondos y llenos de vida. / Fíjate en mis ojos / de color cereza uno / el otro de color de mora. / No te dejes engañar, es mi cara”, decía el poema con el que se envió a la corte de Praga. Como premio, el emperador de los Habsburgo le otorgó una pensión vitalicia y un título nobiliario... Y eso que muchos de sus contemporáneos sólo veían en él a un “pintor raro”.