Ignacio Zuloaga, sombrero calado y bigote macizo a modo de borrón en mitad de una cara que se asoma con dificultad por encima del cuello alto de la capa. Los ojos profundos, casi enmarcados por cejas pobladísimas, como si éstas tuvieran la posibilidad de viajar por sí solas propulsadas con algo de queroseno. Tiene el pintor algo de tipo amurallado, pero el cuerpo robusto parece que se evapora en la talla grande de los ropajes. El autorretrato está firmado en 1908, cuando el artista trabaja desde París con una creatividad que es casi fiebre.
“Es el Velázquez del siglo del automóvil”, proclama sobre él la prensa de la capital francesa. “Ha obligado a la verdad a despertarse”, logra oírse en mitad del ensordecedor aplauso. “El señor Zuloaga hace renacer el Arte”, insiste la crítica sobre un pintor que ejecuta insólitos retratos con hombres tristes, galgos puntiagudos y paisajes bajo cielos pesados. Otro tanto ocurre entre la infantería artística. Paul Klee celebra el tono y el color de sus lienzos. Con Auguste Rodin forja una intensa y duradera amistad. “Hay que quitarse el sombrero”, llega a confesar Edgar Degas.
En aquellos años, Ignacio Zuloaga (Éibar, 1870- Madrid, 1945) cosecha premios y reconocimientos por toda Europa. “Él nos ha dado a España tal como la soñamos, tal como aprendimos a comprender su grandeza; con su visión inolvidable hemos sentido una raza”, escribe el crítico Camille Mauclair para certificar el éxito del pintor en el París de comienzos de siglo. Frente a las coordenadas del simbolismo y las alegres vivencias del arte como una fiesta feliz, el pintor levanta toda una insólita iconografía de damas de negro, caballeros severos, toreros y celestinas, mendigos, tullidos...
"El tema de Zuloaga era España"
“El tema de Zuloaga era España, y España estaba de moda. Quizás sea éste el motivo por el que su obra era vista por el público como eminentemente moderna”, explican Leyre Bozal y Pablo Jiménez Burillo, comisarios de la exposición Zuloaga en el París de la Belle Époque (Fundación Mapfre, Madrid, hasta el 7 de enero). La muestra, desplegada alrededor de casi un centenar de piezas, propone situar al pintor en el centro de un combate entre el deseo de emprender una aventura artística personal y la demanda de imágenes de un lugar exótico, inmóvil, anclado en el pasado.
'Retrato de la condesa Mathieu de Noailles' (1913), de aire simbolista, perteneciente al Museo de Bellas Artes de Bilbao
“Zuloaga vivió este asunto como una crisis personal. Cuando llegó a la capital gala, rápidamente, quiso introducirse en la moda, pero tuvo un conflicto interno cuando le pidieron obras centradas en el concepto español”, señalan Bozal y Jiménez Burillo. A la vista de los resultados, París fue una fiesta (breve) para Zuloaga. Y la resaca acabó con ese entusiasmo de modernidad que puede rastrearse en los soberbios retratos de Mademoiselle Valentine Dethomas (c. 1895), su futura esposa y su introductora en los círculos artísticos parisinos, y de la célebre condesa Mathieu de Noailles (1913).
Posiblemente a esta incapacidad para subirse a la noria de lo nuevo se refiere el propio Zuloaga cuando, en Alma castellana (25 de febrero de 1912), contrapone el carácter firme de su arte a la espontaneidad de otros pintores: “En un cuadro no busco atmósfera, distancias, ni busco sol ni luna. Busco carácter, penetración, psicología de una raza, emoción, demostración algo romántica [...]. Quisiera pintar esa colosal Castilla que me obsesiona, con una paleta de granito sobre lienzo de refajo, con pinceles de hierro forjado y con negro y amarillo. Quisiera pintar con el corazón y el cerebro, pero no con los ojos”.
Polémico
En esta línea, la exposición alumbra la fuerte polémica que la obra de Zuloaga generó en tierras peninsulares. Porque, de algún modo, lo suyo dolía más dentro que fuera. El portugués Abílio Guerra Junqueiro lo tacha directamente de “antipatriótico”. Sobre el asunto, el pintor Elías Salaverría anota: “Cuando se conocieron, por conducto de reproducciones fotográficas, los cuadros de Zuloaga, hubo un tácito y general disgusto”, circunstancia que achaca “al gusto y las exigencias de un público cosmopolita”.
La cuestión Zuloaga, que hace de su obra un pretexto para la discusión pública de las preocupaciones del 98, ya está en marcha... En esta línea, el pintor toma partido por el misticismo unamuniano de lo atrasado y de lo áspero, y su talento para el dibujo y la precisión visual lo pone al servicio de una especie de antropología del exotismo rural. Como sus amigos literatos de generación, tiende a tomar por esencia nacional lo que no era otra cosa que atraso económico, desforestación y falta de desarrollo.
De este modo, los lienzos de Zuloaga tienen, por lo general, una fría acogida. Inicialmente, sus triunfos alcanzan sólo a Barcelona, donde logra una medalla en 1897 con su obra Las dos amigas y, en 1898, con Víspera de la corrida, obra descartada por un jurado para la Exposición Universal del París de 1900 en favor de Joaquín Sorolla y su Triste herencia. El escándalo fijará al artista valenciano como el representante de una nación laboriosa, democrática y eminentemente burguesa. Por contra, el vasco será el pintor de lo grotesco, de un territorio de curas y toreros, brujas y bailaoras, de un lugar triste, cruel, sucio y fanático: la España negra.
El fabuloso lienzo 'El enano Gregorio el botero' (1907), propiedad del Museo Hermitage
Esta dualidad es interpretada por Francisco Calvo Serraller en el potente ensayo Paisajes de luz y muerte. La pintura del 98 (Tusquets) no como algo inamovible, sino como un cruce de caminos: la evolución de Sorolla va del negro al blanco, y la de Zuloaga, del blanco al negro. El primero se vuelve más audaz y luminoso. El segundo, más concentrado y hondo. Sorolla logra un éxito tremendo en Nueva York: 150.000 personas acuden a su exposición en la Hispanic Society. Al cierre de ésta, Zuloaga atrae a la mitad de visitantes a la misma institución.
“He sido frecuentemente atacado por mis compatriotas; la mayor parte de las veces porque pretenden que con mis cuadros ridiculizo a España; otras porque no copio la naturaleza fielmente, es decir, tal como es; otras, porque no han visto ni verán nunca a España y pretenden que yo no la vea tampoco; y otras porque aseguran que la veo ¡con ojos de extranjero!”, confesará el pintor. “Me gusta que me insulten y que me aborrezcan, ya que es necesario para un artista, pero también me gusta vender, porque es necesario para vivir”, escribía en otra ocasión Zuloaga, él tan español. Y casi moderno.