Hockney tiene en su estudio de Los Ángeles los treinta y tres volúmenes del Zervos, el monumental catálogo razonado de Picasso, y lo consulta cada día. Cada día se mira en Picasso. No para encontrar inspiración temática sino para ponerse bajo su tutela, bajo su magisterio, bajo su práctica de la libertad y la alegría de pintar, y también para confirmarse --constatando que eso hacía el gran pintor del siglo XX-- en su apuesta por la obra como una suerte de autobiografía o de comentario permanente de la propia vida. Hockney pinta sus casas, sus paisajes infantiles, a sus amigos y conocidos sin que le importe si son famosos o don nadies, y se pinta a sí mismo.
La exposición de este verano es la retrospectiva Hockney en el Pompidou, mayor aún que la que le dedicó la Tate entre febrero y mayo. Felicidades a quienes puedan verla. A mí también me gusta Hockney, entre otras cosas por la alegría y exaltación de sus imágenes sin discurso moral. Hockney es una sostenida, ingenua celebración y una persecución de la grandeza, de inmersión total en la imagen, como la que obtuvo de un bosquecillo en su Yorkshire natal mediante el procedimiento de avanzar lentamente por los senderos en un auto sobre cuyo techo había instalado nueve cámaras de cine que iban rodando el paisaje alrededor, cada una desde su punto de vista: izquierda, derecha, la tierra, el cielo. De manera que luego en la exposición el visitante se sentía no enfrente del paisaje como es lo habitual ante un lienzo, sino rodeado y desbordado por él, más allá de los límites físicos de la mirada, como en el mismo acto de caminar en la naturaleza.
Las cosas grandes
“Me gustan las cosas grandes. Más grandes. ¿A usted no?”, le pregunta a Jean Frémon, su galerista francés y autor de una docena de libros sobre arte, según uno de los textos que Frémon ha escrito sobre sus visitas a Hockney en Inglaterra, en California y hasta en Australia, hasta donde viajó para asistir a la inauguración de otra retrospectiva que le consagraba la National Gallery of Victoria. Este verano he traducido esos textos para el libro que este otoño le publicará la editorial Elba, donde de paso algo he aprendido sobre los procedimientos y la infatigable curiosidad del artista, sobre su celebración de la grandeza y sobre su fascinación por toda clase de aparatos ópticos y tecnológicos, desde la “cámara lúcida” hasta el ipad, pasando por la polaroid. También este otoño Taschen publicará el monumental A Bigger Book (Un libro más grande), con 600 páginas ilustradas que siguen su trayectoria desde 1954 hasta hoy.
Para entonces creo que ya habrá cerrado la retrospectiva en el Pompidou, pero se abrirá una pequeña sección de la misma en el Guggenheim de Bilbao: la serie de 82 retratos y una naturaleza muerta pintados al acrílico que Hockney realizó hace cinco años y que es una galería de sus amigos y conocidos de California, todos sentados en la misma silla, todos retratados al mismo tamaño, salvo el bodegón, cuya presencia, sea cual sea su sentido conceptual, responde a la casualidad: aquel día el modelo no llegó, pero como Hockney tenía ganas de pintar puso en su lugar un plátano. Pintó el plátano en la silla, luego se lo pensó mejor y compuso en su lugar un bodegón más completo. Esta anécdota ilustra, creo, lo que he mencionado sobre la amoralidad --la bendita amoralidad-- de Hockney, que cuajó en pintura el imaginario de Los Ángeles de los cielos azules, las palmeras, las piscinas, especialmente la de su casa. Feliz él, y felices quienes visiten su retrospectiva en el Pompidou.