Hay revuelo de nubes místicas y voces pintadas junto a un olor de flores a punto de marchitarse. Sopla en estos días un airazo de novedad entre los cuadros de Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) que cuelgan en la sala principal del Museo de Bellas Artes de Sevilla. La obra de este hombre lleva al silencio, aunque empuja más hacia el asombro. Los grandes artistas siempre están pronosticando algo, aunque no lo sepan. Murillo elevó la vida del suelo en un despliegue de escenas incalculables, justo hasta el exacto límite donde no se tienen que explicar ya las cosas.
Restauran allí el lienzo de grandes dimensiones que el pintor ejecutó para el retablo mayor del convento de Capuchinos de la capital andaluza. La tela narra el principal milagro de la Orden: la aparición de Cristo y la Virgen a san Francisco en una iglesia de Asís. “Es una síntesis perfecta de la trayectoria artística de Murillo. De la pintura más terrenal y naturalista de sus comienzos en la zona inferior a la más etérea y evanescente del rompimiento de gloria, donde preludia ya el arte del siguiente periodo”, ha declarado la directora de la pinacoteca hispalense, Valme Muñoz.
El elogio de Andersen
La exhibición de este lienzo, propiedad del Museo de Colonia, abre las actividades del Año Murillo, que conmemora el cuarto centenario del nacimiento de un artista cuya autoridad entre los jefes de expedición de la pintura española está fuera de discusión. Hasta la revalorización de Velázquez en el siglo XIX, Murillo es el gran pintor de España. Todavía en vida sus lienzos son cotizadísimos en el extranjero. Al año de su muerte ve la luz su primera biografía. Balzac, Flaubert y Thomas Mann, entre otros, elogian su obra. “Cada uno de sus cuadros es un elixir de vida”, anota Hans Christian Andersen en las páginas de su Viaje por España.
'Dos angelitos volando', dibujo de Murillo realizado hacia 1664-1665
La pintura de Murillo hace hueco pronto en el tifón del Barroco, en el gusto de los canónigos y de los mercaderes, en la ciudad desatada que fue la Sevilla del siglo XVII. Él crea el imaginario amable de la Contrarreforma frente a los tormentos, castigos y martirologios de puro gore de sus contemporáneos. Se anticipa al siglo siguiente, a la sensibilidad del XVIII, a la amable atmósfera del Rococó. Y también crea el imaginario popular del Siglo de Oro español pintando esos cuadros de niños mendigos, que serán la clave de la revolución pictórica del Norte de Europa.
Pero, lamentablemente, en la España del nacionalcatolicismo la reproducción en serie de sus lienzos en las cajas de dulces, en recordatorios de primera comunión, calendarios o estampitas lo condenará al infierno de la beatería y el tópico. Para colmo, Franco convertirá en “un asunto de Estado” el retorno a España de la Inmaculada de los Venerables, considerada fundamental para forjar la identidad patriótica del momento. Tras un acuerdo con el régimen de Vichy, la vuelta del lienzo se presentará como una suerte de revancha tras su expolio en la Guerra de la Independencia (1813).
Dotado de ingenio
De ahí que todo lo suyo tenga ahora mucho de explosiva revelación: los años de formación en el taller de Juan del Castillo, el posible viaje de adolescente al Nuevo Mundo y la tragedia familiar con la repentina muerte de sus hijos a causa de la epidemia de peste de 1649. También las cuestiones alrededor de su personalidad, a menudo resueltas fácilmente con las descripciones que de él realizó Antonio Palomino (1724): “De buena persona y amable trato, humilde y modesto…”.
Esta imagen contrasta con la de sus autorretratos. Especialmente, en el de la National Gallery realizado hacia 1670. Murillo se representa allí con la mirada atenta e inteligente y una indumentaria que denota buena posición. Pero lo más importante: también como un pintor dotado de “ingenio”, enmarcado, a modo de juego entre la pintura, la escultura y la realidad, por una moldura ovalada de piedra que simboliza que su gloria artística sobrevivirá al paso del tiempo. En la parte inferior aparecen instrumentos relacionados con su profesión: a la derecha, una paleta y varios pinceles, a la izquierda, un dibujo a la sanguina, un compás, un lápiz y probablemente una regla. Murillo se reafirma, así, como un artista intelectual, donde la base de sus obras es la medida y el dibujo, mientras que el color tiene un valor subordinado.
Detalle de la zona inferior autorretrato de la National Gallery, donde puede observarse instrumentos del oficio de pintor
“Murillo fue el responsable de su fama y un experto en el control no sólo de su imagen como artista sino también de la falsificación de esa imagen”, ha avanzado el profesor de la Universidad de Alcalá de Henares Benito Navarrete sobre la monografía que publicará en breve sobre la percepción pública de la obra de Murillo a lo largo de la historia, una de las aportaciones más esperadas en el aluvión de novedades que llegarán sobre el pintor. “Nos ha engañado a todos porque no es el artista de los pobres ni el pintor religioso que transmite una serie de valores”, recalca.
El más cotizado
Por ejemplo, Murillo cobrará una fortuna (78.145 reales, más de 8.000 ducados) por la ejecución del ciclo de pinturas para la iglesia sevillana de la Santa Caridad, institución benéfica en la que ingresó en 1665 para ser “muy del servicio de Dios nuestro Señor y de los pobres, tanto para su alivio, como por su arte para el adorno de nuestra capilla”. Dicha cantidad superó con creces a lo que pagaron a Zurbarán por la Apoteosis de Santo Tomás (400 ducados) o a Valdés Leal, quien recibió 5.740 reales (unos 520 ducados) por los cuadros de las Postrimerías, todos también para el citado templo. Murillo era el más top entre los pintores de su época.
Otro tanto ocurrirá en la disputa por la gestión de la Academia de Pinturas sevillana. Como ha señalado la conservadora del Museo del Prado Manuela Mena en el catálogo razonado de dibujos de Murillo (Fundación Botín, 2015), la dirección de esta institución “llevaba consigo una indudable dosis de poder añadido para obtener los encargos que pudieran producirse”. Y añade: “La culpa de la ruptura se ha achacado a Valdés Leal, sin duda por la fama de soberbio, aunque tal vez Murillo no era tan manso y humilde como se le ha descrito, sino que sabría disimular mejor su arrogancia”.