Llegó a Barcelona desde un pueblo de Sevilla con maneras de campo y una carpeta de dibujos pinzada bajo el sobaco. Había que estar en aquella ciudad, pensó, que empezaba a convertirse en los años finales de la dictadura de Franco en un hervidero de lo nuevo. En pocos años armó una biografía en la burbuja experimental de las Ramblas que sólo tomó sentido según el protagonista fue abriendo escándalos a su paso. Hasta quedarse a morir en uno de ellos.
Ocaña (Cantillana, 1947-1983) se hizo a sí mismo ese encargo: vivir aquello como si no hubiese en el mundo otra opción. Iba con el pelo volado, los ojos miopes y la quijada fuerte. Quería ser artista. Tenía veintitantos años. Le chiflaba la liturgia católica. Era anarquista. Y maricón. “Yo no conocía la palabra homosexual hasta que vine a Barcelona”, confiesa en Ocaña, retrato intermitente, la película-testimonio que le grabó Ventura Pons.
Primera aparición: un ángel
Atesoraba un talento inédito y, para darse a conocer, la tarde del 18 de diciembre de 1975 se puso un traje de ángel, plantó un lienzo frente al Liceo y se puso a pintar. Cultivó, desde entonces, una moral disipada en una lógica lúdica que todo lo convertía en fiesta. "¡Neeeenas, para nosotras todo el año es carnaval!", fue su grito de guerra. En aquellos años, Ocaña despeinó España a la cabeza de una patrulla de irreverentes surgidos de la acracia catalana y de la caverna del underground. Con ellos, sus amigos, formó una alegre corte por las Ramblas.
Ocaña, pintándose los labios delante de un espejo. PIETER VANDERMEER / MUSEO REINA SOFÍA
“Ocaña allí representaba la emancipación estética de las fuerzas productivas de Barcelona en la sombra”, señala Germán Labrador Méndez en el estudio Culpables por la literatura (Akal), de reciente publicación. Es cierto: él, disfrazado de folclórica, se ponía a cantar las coplas que los niños-bien de la gauche divine detestaban. Y lo hacía al completo, entonando y reclamando toda la atención sobre ellas. Ni las ridiculizaba ni hacía parodia. Eso sí, nada más acabar la canción se levantaba la falda. Si estaba vestido de mujer, enseñaba el pene. Si estaba desnudo, lo escondía entre las piernas.
Exhibicionista y preso
Era fácil así verlo en el Café de la Ópera cantando Ojos verdes vestido a lo Juanita Reina. Otras, directamente, en bolas. Pero nada como el desparrame de las Jornadas Libertarias celebradas en julio de 1977 en el Parc Güell. Hasta los anarquistas se plantearon prohibirle a él y a toda su tropa que volvieran a subir al escenario tras un delirio de estriptis y felaciones. También dio con sus huesos en la Modelo tras un choque con la Guardia Urbana. “Por las galerías de la cárcel oímos gritos desde otros pisos llamando a Ocaña y preguntando qué hacía allí”, recuerda Nazario en el primer tomo de sus memorias, La vida cotidiana del dibujante 'underground' (Anagrama).
Cualquiera de sus acciones públicas desplegaba un ventarrón de vanguardia. De algún modo, ponían del revés la vida. Hacían posible cosas de todo punto improbables. No iban dirigidas a un público ya existente, sino que lo creaba a través de una alteración de lo cotidiano, dinamitando las distancias entre participantes y espectadores. La mutua diversión era el único propósito. Ese calambre suyo todavía tiene un voltio que conmueve: Ocaña se construyó desde la estética, desde el arte, una vida radicalmente nueva. “Su obra es una suerte de huellas de vida”, explica Pedro G. Romero, comisario de la exposición que le dedicó La Virreina Centro de la Imagen en la primavera de 2010.
Primera acción pública de Ocaña, vestido de ángel el 18 de diciembre de 1975. ARCHIVO LUISA PÉREZ OCAÑA
Amplio repertorio
Basta asomarse, por tanto, a algunas de sus piezas para arañar biografía. Los cuadros, por ejemplo, están llenos de autorretratos y de retratos de los amigos, de los familiares, de los conocidos, de los amantes, pero también de entierros, de viejas, de devociones marianas. "Muchos de sus cuadros no son otra cosa que rostros maquillados sobre lienzo”, ha visto con acierto Nazario. Como puede verse en la exposición Ocaña. La pintura travestida (Espacio Turina, Sevilla, hasta el 1 de octubre), pintó, y pintó mucho. En ese conjunto de acrílicos que ejecutó de forma frenética en los últimos meses de vida probablemente esté lo más destacado de su producción pictórica.
Otro tanto ocurría con sus exposiciones, donde daba más prioridad a la intervención en el espacio de exhibición que a los propios cuadros, con enormes piezas de papel maché que representaban devociones marianas, monaguillos, ángeles detenidos en el instante previo a la inocencia. En Un poco de Andalucía (Galería Mec-Mec, 1977) trasladó su casa; en La primavera, su gran éxito, sin duda, celebrada en 1982 en la capilla del Hospital de la Santa Cruz de Barcelona, recreaba las fiestas de la Asunción de su pueblo natal. El lienzo Sagrado Corazón de Jesús marica daba la bienvenida a los visitantes.
Viaje por Europa
Gracias al éxito del documental de Ventura Pons, Ocaña viajó por Europa. En Cannes paseó con mantón y peineta por la Croisette y, en la rueda de prensa más divertida en la historia del certamen, le cantó en verso a la Macarena. En Berlín, Gérard Courant lo grabó vestido de folclórica cantándole a una Marilyn Monroe de cartón en la Puerta de Brandeburgo, con los soldados de la RDA apuntando a aquel tipo extravagante que asomaba sobre el Muro. El resultado fue el cortometraje Ocaña, el ángel que canta en el suplicio, uno de sus trabajos audiovisuales junto a Manderley de Jesús Garay y Silencis de Xavier Daniel.
Ocaña, Nazario y Camilo pasean por las Ramblas, en el documental 'Ocaña, retrato intermitente' de Ventura Pons
Pero Ocaña llegó a la inmortalidad por el camino más corto: morir antes de tiempo. A los 36 años falleció a consecuencia un fallo hepático mientras se reponía de las quemaduras sufridas a la conclusión de un desfile infantil en su pueblo natal. Su disfraz de sol acabó envuelto en llamas tras el encendido de las bengalas que lo remataban. Dejó una cierta cantidad de obra como para saber de su talento, pero también para especular hasta dónde habría llegado. Bien mirado siempre hubo algo de caníbal en todo lo que propuso. Pero de un caníbal que aceptaba el principio de su deseo: estar dispuesto a dejarse comer.