Sir Norman Foster, que es uno de esos extraños lores del imperio británico que nacieron en un barrio obrero del Manchester industrial, entre calles que no conducían a ninguna parte, acaba de abrir en Madrid una fundación blanca dedicada a la arquitectura, el diseño y el urbanismo. La intención parece generosa: contribuir a la reflexión sobre los edificios en los que vivimos y los espacios colectivos que forman nuestro paisaje cotidiano. Tan loable fin se complementa con otro objetivo más prosaico: Foster, que disfruta del título vitalicio de Barón de Thames Bank por sus méritos profesionales, no quiere fijar --ni loco-- su residencia fiscal en Gran Bretaña para evitar la voracidad del fisco de Su Majestad, especialmente eficaz, al contrario que la Agencia Tributaria española, con las grandes fortunas. Y mucho menos tras el Brexit.
La fundación, que tiene como sede el palacete burgués del antiguo duque de Plasencia, cuyo interior contemporáneo contrasta con el clasicismo pastel de su fachada, compuesta al gusto de principios del pasado siglo, albergó hace unos días un acto de inauguración oficial marcado por la presencia de personajes del mundo financiero y las socialites del momento. Todos interesados en cuál será el rumbo de las ciudades en estos tiempos de la posmodernidad tecnológica. Natural. Algunos se han hecho ricos gracias a los grandes negocios inmobiliarios y, aunque nada volverá a ser como antes, quien tuvo, retiene y porfía.
Ciudades más cohesionadas
Que España albergue el legado de uno de los arquitectos del star system mundial, autor de los mayores símbolos del poder de nuestra era, parece una buena noticia, aunque sea por motivos tributarios y sentimentales más que por un conocimiento real sobre los verdaderos problemas de las urbes españolas, que, estando a salvo de los graves conflictos de las megalópolis mundiales, tienen que enfrentarse a los problemas derivados de una crisis que llegó hace ocho años con vocación de eternidad. Nuestras ciudades, salvo excepciones, están más cohesionadas que las asiáticas o las latinoamericanas. Pero en los lustros venideros irán transformándose con la lógica dual que impone una economía global que se basa en la tecnología, e incluso la populariza, pero que hasta ahora no ha mostrado excesivo interés en resolver los problemas de desigualdad. Tras años de expansión inmobiliaria irracional, apoyada en el endeudamiento de particulares e instituciones, lo que toca ahora es entonar el discurso de la ciudad compacta, en altura y contenida. Es lo que se oyó en el foro de discusión organizado por la Foster Foundation para la ocasión.
Sonaba impostado. La arquitectura del lord británico se ha basado siempre en otros criterios, como el alarde tecnológico y la irrelevancia del topos, el sitio donde se construye. Foster comenzó haciendo edificios high-tech, gestos retóricos que expresaban la fascinación del sujeto moderno ante los artefactos. Después se convirtió en una marca autónoma. Abandonó el componente artesanal del oficio y lo transformó en una sofisticada cadena de producción industrial. Sus obras son tan exportables como uniformes, igual que los bolsos que venden a precio de oro en cualquier aeropuerto. Configuran un mundo gélidamente perfecto que se quiebra en cuanto pisamos la calle, donde nos esperan la realidad y los problemas.
Los retos de las ciudades españolas son bastante más primarios: gestionar los estragos de la invasión turística masiva, evitar que la gentrificación destruya su diversidad social e integrar a las crecientes capas de población que forman la nueva clase social de los trabajadores pobres, sin olvidar la eterna cuestión de la sostenibilidad, la asignatura pendiente de la vivienda social o la urgente reconversión de las infinitas suburbanizaciones periféricas. Los retos del urbanismo posterior a la burbuja inmobiliaria tienen muy poco que ver con lo que representa el divino Mr. Foster. Diríamos que son más tristes. Y absolutamente terrestres.