Se llama Kitsch Barcelona y está escrito por la profesora de Teoría e Historia del Diseño Anna Pujadas. Ella misma lo define como un libro único e irrepetible por la excepcionalidad de que un ayuntamiento edite un ejemplar “que despliega visiones no siempre amables”.
También por la incomodidad de la temática, que pide catalogar obras conocidas bajo la categoría kitsch, una palabra que la propia Real Academia de la Lengua Española (RAE) define como una “estética pretenciosa, pasada de moda y considerada de mal gusto”.
1.500 ejemplares
Bajo el paraguas de este concepto, un grupo de más de 30 personas consideradas expertas por la autora --antropólogos, arquitectos, artistas, cocineros, diseñadores, filósofos, historiadores y literatos, entre otros-- han colaborado en el libro “atreviéndose a señalar con el dedo”. Una obra de 340 páginas editada por el propio Ayuntamiento de Barcelona, que imprimió 1.500 ejemplares y para los que destinó 15.905,73 euros.
Tras una introducción acerca del concepto kitsch, en un intento de darle una definición propia o encajarlo en el molde de otras ideas como la complejidad, la primera crítica es para la estética Gaudí. En el mismo saco meten desde los souvenirs quebradizos, ya sean de toros o flamencas, hasta los monumentos de la talla de la Sagrada Familia.
Contra Gaudí
“Si la fachada original de Gaudí era un horroroso monumento al kitsch, lo que se está haciendo ahora no tiene nombre ni perdón”, espeta Narcís Comadira, pintor y escritor. Añade a las críticas el monumento a Colón, el nuevo pavimento de la Diagonal, la jirafa coqueta de la Rambla Catalunya y el edificio del Teatre Nacional de Catalunya. “Pero todo esto no es nada comparado con la Sagrada Familia, fachada de Gaudí incluida, monumento a la mentira, al mal gusto, al sentimentalismo”.
Los campanarios del mismo templo tampoco se salvan del ensañamiento. “Se entendieron como una conexión más que forzada con la senyera, apareciendo como símbolo de la ciudad, cuando eran un fragmento kitsch de un concepto apostólico que acabará en un 12 que no le interesa a nadie”, se expresa contundente Jeffrey Swartz, crítico de diseño.
Copito tampoco
Otro de los sorprendentes puntos en los que los citados expertos han colocado la diana es el salón del Buen Gobierno, situado en el propio Ayuntamiento de Barcelona. La historiadora del arte Martina Millà critica el “interiorismo acumulativo” del consistorio, cita también el arte público vinculado al mundo olímpico de Juan Antonio Samaranch y vuelve al reproche estrella del libro: la Sagrada Familia.
Aparecen, además, los turistas fotografiando el puente de la calle del Bisbe; el parque del laberinto de Horta; el edificio del MNAC; el Museu del Disseny; la escultura Calcetín, de Tàpies; la fuente mágica de Montjuïc; la de la plaza España --“tiene un aire de máquina de hacer embutidos”, según Eduard Cairol, teórico del arte--; el cuartel del Bruc; el hotel W; el templo del Tibidabo; la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos o el mismísimo Copito de Nieve.
Reflexión autocrítica
Kitsch Barcelona resume, en palabras de su propia contraportada, todo lo que tiene una ciudad “estereotipada, comercial, fetichista, decorativa, azucarada, aparente y banal”. La propia directora de comunicación del consistorio, Águeda Bañon, justificaba la existencia del libro en una respuesta parlamentaria al grupo municipal del PP.
“Pretendía introducir el debate crítico sobre el buen y mal gusto en el espacio público”, argumentaba Bañon. Y añadía que tal debate genera interés en un momento en que la ciudad atrae a un gran número de turistas y “hay que reflexionar sobre la imagen que da y comercializa Barcelona”.