Al hablar de Llàtzer Moix se suele decir que tiene un estilo británico, porque es lacónico, porque a menudo parece que tenga prisa por irse y porque en los últimos veinte o treinta años nadie le ha visto sin corbata, corbata verde.
Añado que esa misma perseverancia o monotonía indumentaria que ninguna fuerza entrópica es capaz de alterar --esa contumacia en la corbata y en el cuello de camisa Oxford-- se extiende, en ese reflejo del mundo que es la escritura, a la calidad de su fraseo de tractor diésel que no deja surco por arar y a esa repugnancia a todo lo que sea chapucero, dejado a medias, confiado a la intuición, aproximado.
Anglosajón pero hipercatalán, está por las cosas bien hechas. Los lectores de sus columnas en el periódico habrán observado que además detesta el postureo y la autoindulgencia y las ganas de destacar cuando no se da un mérito que las justifique. E incluso cuando se da. O sea que también en cuestiones estéticas es un moralista, lo cual tiene mucho sentido pues ya recordaba el añorado Valverde en un momento difícil y en unas circunstancias comprometidas que sin ética no hay estética.
Anglosajón pero hipercatalán, Moix está por las cosas bien hechas
Esto explica, creo yo, que su ensayo sobre Calatrava sea su libro más redondo hasta la fecha, el más riguroso, documentado, centrado en su objetivo, el más divertido, el más sólido, el más preciso de cuantos ha venido publicando hasta la fecha, pues la arquitectura del valenciano tiene, sobre los méritos que Moix también le reconoce --aunque me parece que no de todo corazón--, esa ambición y desmesura que algunos consideran frívola, onerosa y hasta fea, y que representa como ninguna los años del despilfarro irresponsable y de la arquitectura-espectáculo que a Moix le resulta particularmente irritante.
Como he dicho, se trata de una cuestión formal pero también y en el fondo moral, y esto último explica que haya dedicado tanto tiempo y tanto trabajo intelectual a la investigación, análisis y crítica de un fenómeno que no le gusta. Esta particularidad le da al libro un toque extraño, una rareza que lo hace único, y no sólo en la carrera del autor.
Le leemos, con gélida fascinación; le seguimos tomando aviones, visitando obra tras obra, describiendo su apariencia, diseccionándola como a un bicho extraño en una vivisección, calculando costes, beneficios y efectos, escuchando a otros explicarla y emitiendo su juicio a menudo lapidario donde no falta la gota de humor sutil pero ácido.
Metódico y sin prisa, le da a cada detalle su lugar y su tiempo. En esto también es “británico”, en esto también sin aflojar en ningún momento el nudo de su corbata verde.