Publicada

A finales de los años 70, uno se moría de ganas de escribir guiones de comic, pero no sabía por dónde empezar ni a quién acudir. Afortunadamente, cuando se tienen poco más de veinte años, yo diría que se desprende una especie de voluntad que puede ser captada por la persona adecuada. Es lo que me pasó con mi amigo Montesol (Javier Ballester, Barcelona, 1952), un tipo con el que solía cruzarme en los bares y cuyas historietas cortas, teñidas de un humor especialmente majareta, me hacían mucha gracia. Una noche, entre copa y copa, Javier me contó que había empezado a dibujar una historia larga, pero que se había quedado sin ideas al cabo de seis páginas. ¿Me interesaría a mí continuar esas seis páginas hasta conseguir un álbum de cuarenta y tantas? Le dije que sí dos veces. La primera, sin haber visto las páginas en cuestión, por el simple placer de trabajar con un dibujante que me gustaba mucho. La segunda, tras leer esas páginas y comprobar que esa historia recién iniciada podía continuarse de una manera que nos gustara a los dos. Y así nació nuestro primer álbum a medias, La noche de siempre, pieza costumbrista de la Barcelona "modelna" de la época que nuestro amigo Juanjo Fernández publicaría por entregas en la revista Bésame mucho y luego en formato libro (1981).

Repetimos la experiencia en 1982 con Fin de semana, que se publicó por capítulos en Cairo y luego la editó Laertes en formato álbum. Hubo un conato de tercer álbum que no llegó a buen puerto. No recuerdo de qué iba, pero Monte lo encontró excesivamente pesimista y truculento y dijo que no estaba de humor para dibujar algo así.

En su momento me sentó mal, pero ahora lo entiendo perfectamente: yo era un joven tirando a intenso y con cierta tendencia a ver las cosas peor de lo que eran, y si el sentido del humor no venía en mi ayuda, se me podía ir la olla con el malditismo, que es lo que debió sucederme con esa historia de la que no recuerdo ni el título. Y ahí se acabó mi colaboración con el gran Javier Montesol. Tuvieron que pasar cuarenta años para que fabricáramos nuestro tercer álbum, Cuando acaba la fiesta (Almuzara, 2021), una especie de epílogo de los dos primeros libros cuyos protagonistas no eran los mismos, pero sí gente de su quinta cuya evolución nos apetecía plasmar. Así como la de nuestra ciudad, una Barcelona que ya no era la del Zeleste y el Cairo, sino la del prusés y el coronavirus.

Durante esos cuarenta años de pausa, cada uno hizo lo que pudo. Montesol se pasó a la pintura, se casó, tuvo cuatro hijos, se instaló en la Bretaña francesa en 1992 (saltándose los fastos olímpicos), se trasladó en 1999 a un pueblo cercano a Madrid, Villanueva de la Cañada, donde todavía sigue, aunque ya tristemente viudo, y protagonizó esporádicos e interesantes regresos al mundo del comic, como Speak low (2012, Editorial Sins Entido) o Idilio (2017, encargado y editado por el Museo del Prado coincidiendo con una exposición de Fortuny, artista que fascina a nuestro hombre), dos obras con un uso admirable de la melancolía.

Cuando me propuso cerrar la trilogía de comics iniciada en 1980, la verdad es que no lo vi muy claro. Por un lado, dudaba que nos estuviera esperando alguien cuarenta años después; y, por otro, no sabía si merecía la pena plantear un epílogo para nuestra generación. ¿Pero cuándo he dicho yo que no a escribir un tebeo? Le fui dando vueltas al asunto y, poco a poco, fui encontrando la manera de explicar la historia de dos amigos de la pre Movida y su peculiar forma de envejecer, más o menos digna, más o menos edificante (más bien menos).

Me gustó poner punto final a mi colaboración con Montesol de esa manera. Si, además, la editorial hubiese distribuido y promocionado Cuando acaba la fiesta, si alguien se hubiera enterado de que había salido, si se llega a publicar alguna reseña (aunque fuese mala), la cosa ya habría sido gloriosa, pero ya se sabe que no se le pueden pedir peras al olmo (o eficacia a Almuzara). Superado el feliz trámite, Monte volvió a la pintura y yo a la escritura.

Como lector suyo, seguiré echando de menos sus historietas humorísticas de cuando éramos jóvenes, marcadas por un humor muy bestia, pero entiendo que ya no tenga ganas de dibujarlas. Me conformo con sus cuadros, sus dibujos y sus bocetos mientras confío que él se apañe con mis artículos. Y aunque no se enterara nadie, creo que Cuando acaba la fiesta fue un final muy digno para una historia creativa y humana que empezó hace cuatro décadas.