Una de las mejores cosas que me pasaron en el año 2020 fue estar de visita en casa de un amigo y, al señalar los cuatro tomos de artículos de César González Ruano (1903-1965) y comentarle la envidia que me daba, oírle decir: “¡Ya puedes llevártelos, te los regalo, no me gusta nada aquel facha y encima ocupa un espacio precioso en mi biblioteca!”.
Ahora lo ocupa en lugar preferente de la mía. Así son las cosas de la literatura: es una materia relativamente abundante, a unos les gustan unos autores, a otros, otros. Entre los periodistas de su época, algunos ponen en lo más alto a Julio Camba. A mí me encanta Ruano, qué le vamos a hacer, me encanta su prosa detallista, observadora, secretamente desgarrada y con sus puntas de melancolía –que a veces, cierto es, chirrían un poco--. Hasta su alevín, amigo admirador y biógrafo Marino Gómez Santos no puede ocultar cierta incomodidad comentando ciertos detalles de psicopatía sexual o de extraño egoísmo o indiferencia que aquejaban a su maestro (César González Ruano en blanco y negro). No era lo que se dice un hombre de sólidos principios morales, una persona estupenda, aunque a Manuel Alcántara, que tanto le admiraba y le quería, le declarase, perfectamente en serio: “Creo que soy más bueno que casi todo el mundo”. (Me extraña que dijera eso en serio, porque probablemente esa misma es la opinión que la mayoría de las personas tiene sobre sí misma).
Juan Goytisolo (sopeso si incluirlo uno de estos días en esta serie de “Al infierno con la literatura”) y Eduardo Haro Tecglen hicieron correr o difundieron la especie de que, durante la ocupación de Francia, única época en la que no escribió como un forzado, Ruano se dedicaba a esquilmar a los judíos desesperados por huir, vendiéndoles pasaportes falsos, y además luego los denunciaba a la Gestapo para que, al intentar cruzar los Pirineos, los abatieran. Esto es mentira, pero parece cierto que durante aquellos años se dedicó al estraperlo, al mercado negro, quizá al proxenetismo, y se aprovechó, efectivamente, de los desdichados que tenían que huir dejando atrás todas sus pertenencias.
Rosa Salas y Plácid García Planas recuerdan en El marqués y la esvástica (lo de “marqués” viene a que Ruano estaba obsesionado con ser aristócrata y se atribuía el título de marqués de Cajigal”), que durante la República Ruano vendió su pluma a la embajada alemana para difundir los puntos de vista de Hitler en España. Recuerdan los mismos autores que, tras ser hecho prisionero por la Gestapo, en represalia por sus actividades como traficante, y pasar casi tres meses en la prisión de Cherche-Midi –lo que daría pie a un poemario de tono surrealista, ni muy bueno ni muy malo--, delató a sus captores las conversaciones que mantenían sus compañeros de celda, lo que le valió ser condenado en ausencia por “inteligencia con el enemigo”. Suena raro, pero yo no pondría la mano en el fuego por Ruano. Jesús Pardo, en “autorretrato sin retoques”, describe alguna escena repugnante de Ruano cuando le visitó en Londres, donde Pardo era corresponsal, pero es que casi todo en ese “autorretrato” es repugnante… Juan Eslava Galán lo definió como “sublime ejemplo de amoralidad, el cinismo y la codicia presidieron la vida de este dandi de las letras españolas”.
Consciente de esos pecados, pero con la atención puesta exclusivamente en su prosa espléndida, en lo que dice y lo que calla, leo de vez en cuando algunos de sus artículos y disfruto mucho. En esto sólo soy especial cronológicamente, porque no hace tantas décadas Ruano era el columnista más prolífico, famoso y celebrado de España. En Cataluña se le leía sobre todo en La Vanguardia y en la revista Destino. En Madrid, en el ABC.
Después de la guerra regresó a España, primero se instaló en Sitges, luego en Madrid. Cada mañana se sentaba en el café de turno, empastillado de calmantes, resacoso, la frente sudorosa, sujetándose con la mano izquierda la muñeca de la otra mano, con la que sostenía la pluma, para que dejase de temblar, bebiendo cafés con leche y encadenando los cigarrillos, y escribía, uno tras otro, tres artículos, sin una tachadura, a menudo brillantes o líricos. La imposibilidad, durante aquellos años de dictadura, de escribir columnas sobre política, le vino como anillo al dedo, pues Ruano destacaba en el costumbrismo, en la observación callejera. Era capaz de escribir una columna sobre las rejas del Retiro, o sobre una farola. Acabada la tarea, le decía a los amigos que habían esperado en silencio: “¡Ya estoy escrito!”. Y a partir de ese momento daba comienzo la tertulia, los vagabundeos por la ciudad, de fiesta en fiesta, de librería en bar.
Paradigmática de esos decires y de esos silencios de los que hablaba, recuerdo un artículo en el que cuenta que ha tomado un taxi para ir a ver los nuevos edificios que por aquel entonces se estaban levantando por el barrio de Chamartín. Le pide al taxista que circule despacio, porque quiere ver bien las nuevas calles. Despacito, despacito, pues, van pasando por el barrio, hasta que llegan a una nueva calle a la que le han puesto el nombre de uno de sus amigos, el escritor y diplomático Agustín de Foxá (el autor de “Madrid de corte a checa”). Ruano lo ve desde la ventanilla del taxi y exclama: “Qué raro que Agustín sea ahora una calle”. Acto seguido, le dice al taxista que le devuelva a casa. El taxista le pregunta: “¿Despacio?” Y Ruano –así acaba la columna— responde: “Como usted quiera”. Qué eco levanta ese “como usted quiera”.
Que Ruano fuese tan bueno como él creía, o tan malo como otros dicen, que esté en el infierno o sólo en el purgatorio, a mí casi que me da igual, pues tengo a mi disposición lo mejor de él, que son sus artículos.