A mediados de los años setenta, arrastré a mi amigo Toni Olivé, con el que hacíamos nuestros pinitos en el comic, él como dibujante y yo como guionista, hasta la bonita localidad ampurdanesa de Cadaqués, hábitat de la gauche divine y de un montón de franceses desocupados. Me costó un poco porque el pobre se acababa de enamorar de la chica con la que hoy sigue felizmente casado y no veía muy claro sustituir un fin de semana con su novia por una excursión para conocer a nuestros ídolos del momento, Enrique Ventura (Madrid, 1946- 2024) y Miguel Ángel Nieto (Madrid, 1947 – Barcelona, 1995), a los que nosotros, pobres ilusos, ansiábamos parecernos desde que los habíamos descubierto en la revista Trinca, donde publicaron, a principios de los setenta, dos de sus obras mayores, Es que van como locos y Maremagnum.
El caso es que nos plantamos en Cadaqués con nuestras (birriosas) páginas para recibir su bendición, que nos otorgaron generosamente, aunque el material (reconócemelo, Toni) no había por donde cogerlo. Eran tremendamente simpáticos, bebían como esponjas y disponían de un entourage compuesto básicamente de pijos de Barcelona que les reían todas las gracias. Aún no se habían producido sus desastrosos matrimonios con dos de las chicas de la alegre pandilla (que estaban como sendos trenes, por cierto) y llevaban lo que a mí me parecía una existencia regalada escribiendo (Nieto) y dibujando (Ventura) y yendo a la playa y pimplando cubatas a cascoporro y, en definitiva, pasándoselo pipa.
Además de ser amigos, eran primos y se llevaban muy bien en la casa que compartían en el pueblo. Los pijos que los rodeaban les llamaban Los Papus porque trabajaban para el semanario El Papus (en 1979 se trasladarían a El Jueves, donde pusieron en marcha la larguísima serie Grouñidos en el desierto, protagonizada por Groucho Marx o por un doppelganger del cómico, nunca me quedó claro).
Descubrir a Ventura y Nieto tuvo carácter de epifanía. En cierta medida, fue como descubrir a los majaretas albaceteños de La hora chanante y Muchachada Nui muchos años después. El humor de los primos se alejaba del tono habitual en España y se notaba en él la benéfica influencia de revistas como la norteamericana Mad o la francesa Pilote. Los guiones de Miguel Ángel eran brillantes y se salían de lo trillado de la producción española habitual, y el dibujo de Enrique era de una profesionalidad y una eficacia humorística que yo no había encontrado hasta entonces en ningún historietista de mi país. Mi amigo Toni y yo nos enamoramos de ellos inmediatamente. De hecho, queríamos ser ellos.
Tuve la suerte de conocerlos en uno de esos momentos álgidos que, con un poco de suerte, puedes disfrutar en la vida: eran la viva imagen de la felicidad y la despreocupación. Lamentablemente, ya se sabe que todo lo que sube baja, y acabaron llegando los desengaños, los divorcios, la inesperada muerte de Miguel Ángel y la mudanza de Enrique de Cadaqués a Barcelona, donde me lo crucé con frecuencia a lo largo de los años y siempre pasé un buen rato en cada uno de ellos, pues era, además de un excelente artista, una excelente persona especializada en unas salidas de pata de banco muy brillantes.
Recuerdo que poco antes de las primeras elecciones democráticas, me dijo, serio cual Buster Keaton, "Ramón, entre lo que ya tenemos y lo que nos van a dar los comunistas, vamos a vivir como Dios". En otra ocasión, comentando nuestras respectivas vidas de autónomos free lance, sentenció: "Lo bueno de esta manera de ir por el mundo es que trabajamos cuando queremos, incluidos sábados y domingos".
La muerte de Miguel Ángel fue una tragedia personal y profesional para Enrique. Perder a un primo que es también tu mejor amigo es como para deprimirse. Y perder a un guionista con el que te complementas a la perfección constituye un pequeño drama creativo. Enrique siguió trabajando por su cuenta, solo o con otros guionistas esporádicos (llegó a tener una viñeta diaria en La Vanguardia, a medias con el difunto Toni Coromina), trabajó para el cine dibujando storyboards y llegó al fin de sus días haciendo lo que le gustaba y sin pasar hambre. Trabajando, además, cuando quería (incluyendo sábados y domingos).
Perdimos el contacto cuando se volvió a su Madrid natal y me enteré de su fallecimiento por Facebook y la prensa y un Whatsapp de mi viejo amigo Toni, que volvió de Cadaqués rebotado con todos los pijos que rodeaban a nuestros ídolos y que, salvo honrosas excepciones (pienso en otra pareja de primos, Javier y Eric), resultaban un pelín cargantes.
Toni y yo nunca fuimos los nuevos Ventura y Nieto. Él se convirtió en el bajista del grupo de su hermano mayor, Melodrama (que fue la banda de acompañamiento de Jaume Sisa durante una época breve, pero magnífica). Yo me metí en la prensa y acabé escribiendo guiones para otros dibujantes de comics. No puedo hablar por mi viejo compadre de los escolapios, pero a mí nunca se me ha olvidado esa visita a Cadaqués en la que pude conocer a dos creadores extraordinarios durante los que, probablemente, fueron los momentos más felices de sus vidas.
Gracias a Ventura y Nieto, la historieta humorística española dio un paso de gigante.