“Posmo no es más que una deriva fantasmal por ese mundo atópico donde nos ocupa por igual el terrorismo que cazar un pokémon, las mutaciones de la plantación y el fin de los kioscos, el teletrabajo y las plataformas, la muerte y la supervivencia, la importancia de los desechos y la obsesión por autorretratarnos, el imperio y la paella, las cartas recurrentes de los intelectuales y el poder de las cámaras…”. Así define Iván de la Nuez su último ensayo, publicado en la editorial Consonni.
Cabe subrayar que estamos delante de un ensayo, género que el escritor cubano no solo practica de manera brillante, sino que reivindica ante el auge de la llamada no ficción. Porque ensayar es dudar, es interrogarse, es poner en duda y es rehuir de toda verdad total. Porque el ensayo rehúye de la unanimidad y de lo esperable para abrir nuevos territorios y, a la vez, explorar territorios ya conocidos con mirada irónica y descreída, con actitud crítica. Y esto es lo que aquí hace Iván de la Nuez, convertido en un fantasma, después de que en Cuba lo dieran erróneamente por muerto al darle el certificado de defunción de su padre.
-“Un fantasma recorre Europa”, escribieron Marx y Engels refiriéndose al comunismo. Usted en Posmo es también una especie de fantasma así que la primera pregunta es fácil, ser un fantasma que recorre el mundo sin ser visto, ¿es una posición ideal para observar? ¿Podemos leer esta posición post-morten como metáfora del lugar que ocupa o debe ocupar el ensayista o, en términos más generales, el pensamiento crítico?
-No sé si es ideal pero sí resulta, al menos, singular en una época en la que casi todo el mundo está enfrascado en trabajar a toda costa su hipervisibilidad. Tampoco puedo decir que sea el lugar idóneo del ensayista o del pensamiento crítico. Me basta con haberlo aprovechado como mío. De algún modo, Posmo está escrito por un ghost writer de sí mismo, un negro literario -como todavía se le llama en España- que trabaja para él mismo gracias el pasaporte que le concedió su muerte oficial.
Dicho esto, Posmo intenta desmarcarse de otras resurrecciones recientes: como la del compromiso intelectual, la de las militancias acérrimas del “conmigo o contra mí”, la del canon cultural hecho por clientelismo político, la del panfleto o la trinchera todo el tiempo en todos lados. Esta experiencia fantasmal me ha permitido, precisamente, lo contrario: zigzaguear, dudar, entrar y salir de los temas, fijarme en detalles menores, y avanzar contra la marea de esa industria del convencimiento que ni siquiera refleja un pensamiento, sino una agenda.
-El título Posmo alude al estado postmorten de quien escribe, pero también es un guiño irónico al posmodernismo en sus distintas vertientes. Subrayando que en 1989 se pasó del PC (Partido Comunista) al PC (Personal computer), señala una continuidad sobre la que se detiene también más adelante. ¿El posmodernismo en términos políticos/ideológicos no fue ese punto y aparte que se supone?
-Tal vez se vea así en España, donde un posmoderno ha sido, durante mucho tiempo, un modernillo. Es decir, una versión menguante de la cultura moderna. Pero el posmodernismo, al menos en su parte de apropiación y relatividad, es lo contrario a un punto y aparte o una frontera cerrada. También es anterior a la caída del comunismo. Recordemos que diez años antes, en 1979, Lyotard publicaba La condición posmoderna o Habermas, un año después, largaba su diatriba contra ese posmodernismo en su discurso de aceptación del premio Adorno.
En cualquier caso, el posmodernismo tiene varias escuelas (algunas enfrentadas entre sí), que ahora se ignoran en los debates españoles. Este país llega muy pronto a una modernidad que funda a través de la conquista y colonización de América. Y llega tarde a una posmodernidad a la que no se adapta, pues en esta no ocupa una posición central, sino periférica. De ese malestar parece brotar la crítica furibunda al relativismo. Pero… ¿cómo pensar sin tener en cuenta la ambigüedad, el como sí, un pesaje de las múltiples disyuntivas de las cosas?
Pensar no es confirmar ni aplaudir ni pasársela dando likes a diestra y siniestra. Tampoco aprovecharse de que la gente necesite certezas y hojas de ruta seguras. En todo caso, para mí la dicotomía posmo-antiposmo es anacrónica. Una cortina de humo vintage de unas guerras culturales recientes que no alcanzan ni de lejos la calidad dialéctica que tuvo el debate que se produjo hace más de treinta años sobre este asunto.
-Usted observa de qué manera la izquierda se define en términos anti-imperialistas, pero asume como propios los discursos culturales de la academia norteamericana. ¿No conseguimos escapar del pensamiento imperialista?
-Es lo que tiene el imperialismo, que coloniza las cabezas con igual o mayor ímpetu que los territorios o, incluso, los cuerpos. Y esto se ha traspasado también a la izquierda, donde ha tenido lugar una especie de colonización de la academia norteamericana sobre el progresismo y donde no ha faltado la imposición, la presunción, la extrapolación o la moda. Hasta el punto de aplicar recetas desvinculadas de las realidades locales o llegar a confundir la sociedad con un departamento de Estudios Culturales.
Esta situación me llevó a escribir Fantasía roja (Debate, 2006), un libro en la estela del Edward Said de Cultura e Imperialismo y Orientalismo. Pensar es también calibrar el lenguaje, has de atender a la semántica al uso, pero también sospechar de ella.
A veces, conviene preguntarse cuándo y por qué dejamos de hablar de emancipación y empezamos a emplear empoderamiento. ¿Cuándo y por qué dejamos de ser anticolonialistas para convertirnos en decoloniales? En Posmo, esas preguntas agitan un capítulo llamado 'Otro mundo no es posible, otro diccionario sí', que es una crítica a eso que llamo Eufemocracia.
-Esto me lleva a otra cuestión siempre vinculada con el posmodernismo. Se habla de Lyotard como padre de la posmodernidad, pero usted observa de qué manera en Cuba encontramos propuestas posmodernas que se adelantaban al teórico norteamericano.
-Como recuerdo en el libro, al primer autor al que yo le leí el término posmodernismo para hablar con toda naturalidad de las sociedades que más tarde serían post-industriales fue a Charles Wrigth Mills en un ensayo de 1959. Es decir, veinte años antes que el famoso informe de Lyotard.
Y hay pruebas muy sólidas de que hay una lectura crítica de la modernidad en otras latitudes que se anticiparon a Lyotard o vincularon el posmodernismo, desde la periferia, a un pensamiento crítico que, obviamente, no provenía de sociedades post-industriales, informatizadas o hastiadas del largo camino de la Razón.
Textos como Manifiesto antropófago, de Oswaldo de Andrade, avanzan hace un siglo en Brasil una posibilidad de conectar periferia, apropiación y vanguardia. Fernando Ortiz, desde la Cuba de los años cuarenta del siglo pasado, lanza el término transculturación, que es muy anterior al dominio del multiculturalismo en Estados Unidos, mientras que Severo Sarduy tiende un puente entre el barroco y el posmodernismo en un ensayo de 1974.
-¿Estos autores están todavía esperando ser reivindicados?
-A mí me interesa reivindicarlo, pero no por un prurito latinoamericanista o patriótico, sino por mera justicia con unas anticipaciones que merecen un tratamiento más respetuoso y abren capítulos en muchos casos inéditos para pensarnos. Tan solo en el Caribe, Shakespeare u Oscar Wilde han sido pasados por una licuadora muy fructífera, así como la plantación trajo versiones muy particulares de El capital.
Un poco más allá de sus aguas, y hasta la actualidad, Aníbal Quijano vio que el posmodernismo podía, en la periferia, establecer un vínculo con la utopía, mientras que Geeta Kapur, a contrapié, lo equiparó con el arrasamiento de las identidades. Soyinka cambió identidad por tigritud, mientras que Nelly Richard llegó a celebrarlo porque confirmaba que había llegado el momento de la crisis del original y la revancha de la copia.
De todo eso hay que hablar si a uno le interesa una crítica que no esté encerrada entre las cuatro paredes del Occidente desarrollado o enclaustrada en ese anticolonialismo de Ivy League siempre listo para envasar al vacío las contradicciones en este supermercado de la cultura en el que estamos atrapados.
-“Si alguien despertara, en este país, después de un letargo más o menos dilatado (…) creería que Reagan o Thatcher siguen vivos, que Jean-François Lyotard acaba de publicar La condición postmoderna, Lucy R. Lippatd Overlay, Camille Paglia Sexual Personae, Robert Hughes La cultura de la queja… En términos culturales, ¿el caso español es particularmente desalentador?
-El problema es que la guerra cultural, entre los años sesenta y ochenta, se hizo para salir de la Guerra Fría, mientras que las escaramuzas actuales parecen darse para volver a ella. Durante la Guerra Fría, las guerras culturales se entablaban por el futuro y ahora parecen darse por el pasado.
En ese callejón sin salida, acusarse en España de posmo o anti-posmo tiene muy poco recorrido y casi nada que decir. Es cierto que no contamos con los mejores modelos, porque de la Guerra Fría salió triunfante lo peor de los dos mundos enfrentados en el siglo XX. Pero tampoco es cuestión de acatar de manera acrítica el principal modelo de estos días, que es el esto es lo que hay.
-“Si los escritores sienten terror ante la página en blanco, los gobiernos parecen tenerlo ante estas pancartas en blanco que, incapaces de rellenar con el lenguaje de los nuevos tiempos, se dedican a aplastar con el estilo de los viejos”. ¿Hasta qué punto este terror tiene que ver con la imposibilidad de un pensamiento complejo? ¿Este terror tiene su reflejo en el campo artístico?
-Me interesó un movimiento de pancartas en blanco que tuvo su origen en Rusia. No decían nada, pero a los manifestantes se les reprimía de todas maneras, porque el poder era el que llenaba mentalmente esos carteles vacíos y presuponía que esa ironía sin palabras era igual de subversiva que si dijeran Abajo Fulano.
Hoy la política es pasada por memes, parodias de todo tipo y muchas veces las cuentas oficiales y las cuentas falsas de los dirigentes se parecen tanto que ya no puedes identificar muy bien cuál es la que va en serio y cuál no. En el fondo, la política sigue el mismo criterio de evaluación de sí misma que puede tener un medio de comunicación o un influencer, en base a likes, tráfico de Internet, presencia en las redes, uso de los algoritmos…
En cuanto al reflejo en el campo artístico, hay un punto nefasto en el que este, más de lo deseable, ha sido fagocitado por el lenguaje de esa mala política, que acaba siendo performática en la misma medida en que el arte se vuelve cada vez más político en el peor y más retórico sentido de esta palabra.
El arte, al menos el que a mí me interesa, libra sus mejores batallas en y por el lenguaje, que está obligado a respetar y revolucionar a partes iguales. Y la colonización del lenguaje artístico por parte de un lenguaje político empobrecido lo coloca en una barricada desde la que no está mejorando la política, pero sí está empeorando el arte.
-Hablando de colonización, usted escribe: “Julio Iglesias es el máximo representante de la continuación del Imperio por otros medios. Un imperio atornillado por el entertainment, el turismo, los royalties de la música ligera y una épica de paparazi”.
-A nivel institucional, hay una revisión de los orígenes de muchas colecciones europeas que provienen del expolio colonial y se ha puesto en marcha un todavía tímido, pero simbólico, proceso de devolución del patrimonio a esas excolonias y el cambio de una narrativa que está obligada a modificarse para abandonar sus usos ofensivos.
Hay que decir que esos procesos son insuficientes. Y hay que decir, además, que España está a la cola de esos procesos. Tal vez de una manera algo radical, yo afirmo que mientras sea museo no puede ser anticolonial, y si es anticolonial no puede ser museo.
- Es decir, no se cree mucho todas esas propuestas culturales que se definen anticolonialistas.
-Es porque no creo que el museo esté en condiciones, en el siglo XXI, de modificar su esencia por más que intente reformarse o maquillarse. Con el anticolonialismo (cuyos discursos están dominados por la jerga decolonial norteamericana), a los museos les pasa lo mismo que a las campañas por el coche eléctrico, en las que uno nunca sabe qué pesa más: si salvar el planeta o salvar la industria del automóvil. Alargar la vida de los museos, sin transformar sustancialmente el modelo de su basamento, solo puede funcionar como un parche, pero nada más.
-A raíz de esto, los grandes museos están abriendo sucursales en Oriente medio, en países donde la democracia está ausente, pero abunda el dinero del petróleo. ¿Cómo se puede repensar el museo cuando los más insignes están vendiéndose a este nuevo mercado?
-Estos movimientos no son muy distintos a los del fútbol, por más que cuenten con unas coartadas teóricas altisonantes y todo un repertorio de buenas intenciones para abanicarlos. Si hay que hacer un mundial en Catar en otoño, se hace. Y si hay que poner un Hermitage, un Louvre o un Guggenheim por allí, pues se pone.
Como decía antes, todas estas franquicias pueden alargar la vida de los museos tal cual los conocemos, pero no creo que los puedan renovar. Porque lo que está en juego es el sentido mismo de la institución museística en el siglo XXI. Y porque lo que hoy estamos viviendo no es otra cosa que el final del modelo al que se abonó con entusiasmo el Arte Contemporáneo: esa línea trenzada por Aby Warburg y, más tarde, Georges Didi-Huberman, de la cual Borja-Villel (exdirector del Reina y ahora principal asesor de las políticas artísticas en Catalunya) era, probablemente, su más consumado representante.
Me refiero a esa idea del museo como atlas, capaz de contener al mundo y sus problemas dentro de sí, la cual me parece que ha implosionado. De modo que continuar por ese camino solo puede llevarnos a mantener la inercia entre los escombros del estallido. Por dentro, un aluvión de buenas causas, por fuera el poder de la starquitectura y la especulación más consumada.
Por dentro, la captura de la indignación en la plaza pública; por fuera, los petrodólares. Y, en el medio, artistas en precario a quienes se les podría aplicar la famosa proporción del 1-99% de Piketty. Esa es nuestra noria y de ahí tenemos difícil salida, porque en la supervivencia la autocrítica es poco estratégica y pulula la teoría de la justificación o quedarnos aferrados a un clavo ardiendo.
Por eso, tal vez, el mejor arte habita hoy en las novelas, en la ficción, en unos relatos que se han apropiado el gran lema de Artaud -“Nunca real y siempre verdadero”- para ponernos delante un arte que, al menos, no lleva como estandarte aquello tan sartreano de que el infierno son los otros.
-Usted ha estado al frente del Palau de la Virreina, que después convirtió en Centro de la Imagen de Barcelona, así como fue responsable de actividades Culturales en el CCCB. ¿Cómo ve, ahora desde fuera, el escenario museístico barcelonés?
-Durante once años, entre los 36 y los 47, me dediqué a dirigir o programar esos espacios que usted ha mencionado. Pero, a partir de 2011 regresé a mi vida de freelance. Si se fija, ninguna de esas instituciones en las que trabajé es un museo, así que, aunque haya compartido aventuras similares a las de cualquier director o directora de un museo en términos de programación, hay temas que se me escapan (como armar u organizar una colección, comprar las obras que la componen, etc).
Claro que he tenido una trayectoria que no han tenido otros críticos, ensayistas o comisarios que me ha permitido ver las tripas de los proyectos, la exposiciones, la relación con artistas, coleccionistas, curadores, herederos, políticos y todo el entorno de intereses que se mueven alrededor del arte. Pero, si le soy sincero, dirigir o llevar el programa de estos espacios nunca lo vi ni como una carrera ni como algo ontológico.
Digamos que nunca consideré que era director sino alguien que se desempeñaba como tal. Era un trabajo (creativo, distinto, lo que uno quiera, pero un trabajo). Mi prioridad, entonces, consistió en pasar el testigo a gente de generaciones posteriores para que pudieran realizar proyectos desde sus propias perspectivas y con el apoyo logístico y profesional adecuado. Por cierto, la mayoría sí ha hecho una carrera, lo cual me alegra. Después de esas experiencias estuve diez años sin hacer un proyecto en Barcelona y cinco de esos años sin comisariar una exposición. Digamos que pasé un proceso de desintoxicación extremo, concentrado en escribir libros.
-¿Qué recuerda de entonces?
-De aquellos años, recuerdo que se pusieron las primeras piedras para tirar adelante lo que hoy ya se ha extendido como buenas prácticas. Así que ahora tenemos asumidos los concursos, por ejemplo, lo cual está muy bien, aunque le encuentro un problema, y es que ha traído aparejado un personalismo desmedido en las instituciones, al punto de que solo se habla de los nombres ganadores de un puesto de dirección, pero nada o casi nada de sus proyectos, que ni siquiera se publican o son opacos.
Hay que protegerse de ese absolutismo, bien sea a lo Luis XIV (“el museo soy yo”) o a lo Luis XV (“después de mí, el diluvio”). Otro problema radica en la falta de identidad de varios museos. No tiene mucho sentido que, bajo el paraguas de que todo es arte Contemporáneo, se programe lo mismo en espacios diferentes.
A mí me hace feliz volver a la Virreina-Centre de la Imatge y seguir su programa, mucho mejor que el mío. O al CCCB y constatar que es una institución que ha renovado o mejorado algunas perspectivas anteriores, pero está asentada sobre el legado de una estructura programática e intelectual que le proporciona una ventaja y una manera de entender la sociedad, el arte, el pensamiento o la cultura.
-¿Se requeriría de más inversión para que la renovación no se detuviese?
-Está claro que Barcelona requiere de una inversión económica y una complicidad política de primer orden para situar su sistema de museos en el siglo XXI. Pero igual o más importante es lo concerniente a la inversión intelectual. Que el debate sobre los museos se concentre a ramalazos en el sí o el no al Hermitage, o en las cábalas personalistas sobre quién ganará el próximo concurso no me resulta demasiado interesante.
¿Podemos imaginar otro modelo? ¿Estamos al día en el debate entre la crisis de los museos y la persistencia de los centros culturales? ¿Por qué esa crisis no tiene lugar, por ejemplo, en la biblioteca? ¿Qué se entiende por arte hoy y ahora? ¿Por qué lo contemporáneo se ha convertido en una muletilla para ser, precisamente, extemporáneos o incluso eternos? ¿Qué vamos a hacer con un anacrónico Museo Etnológico de las Culturas del Mundo mientras que el resto de Europa está afrontando la descolonización con mucha más decisión que nosotros? ¿Cuáles son los retos de la transformación del consumo cultural tras la pandemia?
¿Qué tienen que decir los artistas y críticos sobre esto? ¿Se les escucha acaso? ¿Cuál es la red de publicaciones para discutir el presente y a la vez dejar el poso para un debate que tiene que ser local y universal al mismo tiempo, para ahora y para el futuro? ¿Cuál será la identidad de una ciudad amordazada por el turismo, con su economía de servicios y, en consecuencia, obligada a ofrecer una cultura de servicios cuyo principal producto es el estereotipo? ¿Pueden las mismas personas que han construido el modelo (o sus seguidores) transformarlo o crear uno nuevo?
Me temo que sin responder a estas preguntas, seguiremos maquillándolo todo, pero no estaremos construyendo un orden museístico capaz de dinamizar un arte que, por otro lado, no puede dinamizarse si no lo hace desde su tejido artístico, que comprende mucho más que los museos, o las ocurrencias políticas.