En el teatro Festspielhause de la ciudad de Bayreuth, Wagner colocó a la orquesta en un semi-sótano, abierto pero hundido, que se mantiene intacto de manera que el público no puede ver a los músicos; y tampoco ve al director. El compositor entendió la fenomenología del sonido convirtiendo el oído en la suplantación de la vista.
Fruto de la arquitectura de Otto Brückwald, financiada por Luis II de Baviera, este aforo es el kilómetro cero del wagnerianismo, alejado del lujo, con un patio de butacas sin relación con la habitual forma de herradura, donde la audición rinde tributo a la ópera. Ahora, Bayreuth -a las puertas del festival de cada verano- sirve de pórtico para la última reflexión de Daniel Barenboim, el exdirector de la Sinfónica de Chicago y de París y actual director de la Ópera Estatal de Berlín.
La belleza de la música depende de la severidad con la que se aplica la tonalidad; esta no es una ley de la naturaleza sino una creación humana. En nuestra mente habita el empeño dodecafónico que ha dominado el siglo XX, identificado como un anhelo de libertad, pero el cerebro alcanza su máximo rendimiento bajo la seguridad de la jerarquía. Cada nota debe tener conciencia de sí misma, pero también de sus límites. Barenboim lo expone en su último libro, La música despierta el tiempo (Acantilado), escrito sin complejos académicos.
Wagner estuvo en el origen del debate entre libertad y exactitud, abriendo puertas más allá del rigor, mientras que un músico tan experimental y teórico como Schönberg se movió entre dos aguas, en piezas como Peleas y Melisande, hasta que optó por eliminar la armonía. La Querella de los Antiguos y los Modernos, conocida como la Querelle, alimentada por la música, ha traspasado las artes y las ciencias a lo largo de varios siglos hasta alcanzar las dos guerras mundiales y acabar modificando la conciencia de Europa.
A Jonathan Swift le debemos el emblema más completo de esta inagotable trifulca intelectual de larga duración. Utilizó para los primeros (los antiguos) el símil de las abejas que extraen la miel, mientras que los segundos (los modernos)se comportaban como las arañas que tejen telas con sus propios excrementos. Y visto así, la modernidad sería atrofia de la memoria, negación de cada herencia, funesta y narcisista esterilidad, en palabras de Marc Fumaroli –La república de las letras (Acantilado)–.
Si el espectador no ve a la orquesta, como ocurre en el teatro wagneriano de Bayreuth, no sabrá cuando empieza la obra por los movimientos preliminares de los músicos; tendrá que reconocer los primeros compases; averiguar el momento en el que sube el telón guiado por la dinámica sutil que poseen las aperturas de obras como El oro del Rhin, antes de ver sobre el escenario el anillo del poder y el yelmo que transforma a quién lo lleva, cetro de la tetralogía de los Nibelungos.
El oído gana las pequeñas batallas que se libran alrededor de una partitura, a pesar de que, casi siempre, la memoria identifica al intérprete con su personaje. Así ocurre, por ejemplo, con la pianista Maria João Pires en el Schumann pianístico y con la guitarra clásica española, en temas de Granados, Falla o Albéniz. En el caso de la ópera, nos guiamos por el recuerdo de la voz humana antes del introito, como muestran algunas dualidades muy sonadas, al estilo de El Trovador y Caruso o de Carmen de Bizet y María Callas, sin olvidar al alemán Jonas Kaufmann a partir de su Parsifal de Richard Strauss, en el Met de Nueva York (2013).
Barenboim inspira estos recuerdos, pero pide contenerlos con las armas de la educación musical, insuficiente desde el tiempo de Aristóteles, polímota y científico, además de filósofo y mentor del Gran Alejandro. El estarigita pensó siempre en la educación musical, como la gran ausente del mundo helénico y acertó en este déficit que se mantiene todavía en pleno siglo XXI.
Tras más de medio siglo de interpretación y análisis, Barenboim sigue los pasos de su primer libro autobiográfico, Mi vida en la música, (La Esfera de los libros), un análisis de los principios inherentes a la música en línea con Paralelismos y paradojas (Debate), escrito junto a Edward Said, en el que ambos interaccionan música y sociedad. Barenboim, de origen judío nacido en Buenos Aires, muy comprometido por la paz en Oriente Medio y el crítico palestino-norteamericano, Edward Said, han cultivado la amistad creativa a través de la música tratando de inocularlo en el mundo de la geopolítica para ir más allá de las barreras nacionales y contribuir así al despliegue de la inteligencia.
El director de orquesta tiene la nacionalidad israelí y española. El 12 de enero de 2008, después de un concierto en Ramala, Daniel Barenboim aceptó también la ciudadanía palestina honoraria y se convirtió así en el primer ciudadano del mundo con ciudadanía israelí y palestina, como señal de la ansiada paz.
El 7 de julio de 2001, Barenboim dirigió la Staatskapelle de Berlín en la representación de la ópera de Wagner Tristán e Isolda en el festival de Israel celebrado en Jerusalén. Fue llamado pronazi y fascista por algunos de los presentes. Tuvo que cambiar el programa introduciendo a Schumann y Stravinski, pero invitó a los presentes a escuchar por lo menos una pieza de Wagner. El año pasado, Barenboim dirigió en Berlín un concierto por la paz en Ucrania y rechazó la cancelación de los músicos rusos en los teatros y auditorios de Occidente. Su ejemplo de confraternización y ciudadanía resulta siempre indiscutible.
Es el teórico del oído pensante, una sabiduría que no es exclusiva de los sabios instalados en torres de marfil: la inteligencia del oído es una necesidad básica, pero no permanece en el mundo circundante, se desvanece en el silencio. Amamos la música porque lo imposible nos atrae más que lo difícil. Con la música tratamos de “asir una idea del mundo”, escribió Schopenhauer.
La relación entre el sonido y el silencio se parece a la que se establece entre un objeto y el suelo a través de la gravedad. El músico traslada el sonido desde algún sitio hasta el mundo físico. Y la música se expresa como una manifestación limitada en el tiempo, porque cuando se apagan sus notas se despeña dulcemente hasta el suelo. Así es el final de un solo de piano, el instrumento motriz, y en menor medida, también es así el efecto de la guitarra, capaz de sostener algunas notas, mientras se hacen imperceptibles.
Mantener el sonido es una forma de lucha por la vida, una forma de permanencia, tratando de evitar su transformación en silencio. Además, el bello sonido detiene los estragos de la edad y sostiene la belleza marchitada. ¿Por qué mantuvieron su energía los músicos de jazz maltratados por la noche, como Charlie Parker o Dizzy Gillespie? Porque las notas de sus jam sesions se alargaban horas, alternando, saxo y trompeta, para recuperar el resuello. En los garitos de Manhattan se dice que la música siempre suena, que es como decir “así ahuyentamos a la muerte”.
Barenboim lo explica de este modo: “la música es el reflejo de la vida porque ambas empiezan y terminan en la nada”. La música puede ser un estadio de paz que nos permite conocer la relación de la vida con la muerte. En un concierto, el último sonido no es final de la música: “Si la primera nota se relaciona con el silencio que la precede, la última debe relacionarse con el silencio que la sigue”. Y resulta perturbador cuando el público empieza a aplaudir antes de que la nota final se haya desvanecido.
La música también es un viaje a través de los siglos; el genial director nos conduce en su libro por algunos fragmentos de El Clave bien temperado, los 48 preludios y las 48 fugas de Johann Sebastian Bach, reunidos en dos textos. La música agrupa por definición. La reflexión se aleja de la partitura a medida en que se acerca la sociedad. Es necesario que cada uno contribuya por sí mismo, de un modo sumamente individual: “la individualidad y el colectivismo no se excluyen”, construyen un resultado superior a la suma de las partes. Esta es, sin palabras altisonantes, la moral política de la Unión Europea.
El continente, hoy amenazado por los populismos y las consecuencias de la guerra de Putin, define amores y desamores patriótico-musicales difíciles de soportar. Los alemanes aceptan tan poco al Mozart italiano como los italianos al Mozart alemán. Salzburgo está sobre el nervio alpino que divide la cultura entre norte y sur. Mozart fue el primer compositor paneuropeo; era políglota y escribía canciones en francés: “Beethoven respira el cielo, mientras que Mozart vive en él”.
Barenboim ha confesado que la música es tan sencilla como un radiante do mayor. Se ha enzarzado en discusiones con los autores de libretos operísticos y con directores de escena. Ha defendido la transparencia, en la traición o la falsedad, de personajes de Così fan tutte, como Dorabela, Fiordiligi, o Ferrando. No acepta la actualización de las piezas cambiadas de contexto, por directores escénicos que tratan de situar a héroes del pasado en nuestra época, derivando su historia hacia un entorno marcado por la promiscuidad. “Actualizar es menoscabar”, resume.
En la esencia de la música no hay historia que valga: Bach y Boulez están separados por 300 años, pero nosotros, intérpretes y oyentes, los convertimos en contemporáneos. Hoy la verdadera música lucha contra la opacación de las democracias liberales, lucha contra la intolerancia. Goethe escribió que “limitarse a tolerar es un insulto a la verdadera libertad”; y hoy, mucho después, Barenboim la complementa: “La verdadera aceptación significa reconocer la diferencia, la dignidad del otro”.
La música no es una solución alternativa, sino que más bien marca el camino más hondo, como se vio cundo la Orquesta West-Eastern Divan -nacida de Academia de Estudios Orquestales de la Fundación Barenboim-Said y compuesta por músicos israelís- interpretó el preludio de Liebestod (La muerte del amor), un fragmento de Tristán e Isolda de Wagner, en España, Inglaterra, Latinoamérica o Alemania. Es decir, la orquesta tomó la iniciativa de restituir musicalmente a Wagner, pese al terrible panfleto antisemítico publicado por el compositor en 1850 y titulado El judaísmo en la música.
¿Por qué? Muy sencillo, cuando suena la orquesta, la historiografía duerme. Pero aceptemos el pasado en lo que vale, ya que sin Mendelsoohn no seríamos lo que somos y, sin la influencia de Berlioz y Liszt, el agua bendita no habría bautizado la plenitud del romanticismo wagneriano; hoy sabemos que Bruckner, Strauss, Mahler o Schönberg no hubiesen existido sin Wagner, que a la postre “es parte esencial del rompecabezas de la historia musical”.