“En la vida de cualquier persona normal hay como media docena de momentos cruciales, y el nido vacío es uno de ellos”. Otro instante capital es el insomnio de esa madrugada banal en la que descubres que las horas del tiempo se esfuman y las hojas del calendario comienzan a asemejarse a la afilada cuchilla de una guillotina.
Philip Larkin dedicó un verso sobrio y exacto, como todos los suyos, a este asunto: “Es el recordatorio del dolor y la fuerza / de ser joven, que no pueden volver / pero en algún lugar aguardan, intactos, para otros”. La vejez , en efecto, te deja el quebranto pero roba toda la fortaleza que pudieras llegar a atesorar.
Entonces es cuando emerge la metafísica de sillón. “La literatura trata sobre el amor y la muerte (…) A los quince años, ¿qué sabes del amor? ¿Qué sabes de la muerte? Sabes lo que les sucede a los jerbos y a los periquitos; y quizás sepas ya lo que les sucede a los familiares de más edad, incluidos tus abuelos. Pero aún no sabes que también va a sucederte a ti. Y seguirás sin saberlo otros treinta años. Y durante otros treinta años no tendrás que enfrentarte personalmente al problema realmente arduo”.
Martin Amis (1949-2023) vivió al reverso (tenebroso) de su propio augurio en los últimos días terrestres que pasó en Lake Worth, la residencia que tenía en Florida, cerca de Palm Beach. Un balneario elegante de casas particulares demasiado modestas y demasiado caras. Allí, el adolescente varado que siempre fue, a pesar de sus 73 años cumplidos, tuvo que enfrentarse a la experiencia íntima del final.
La fortuna le deparó un coherente cáncer de esófago –facilitado, sin duda, por su obstinado amor al tabaco– y un crepúsculo suficientemente soportable y sostenido como para dejar listo, con el pie ya en el estribo, Inside Story, su último libro y acaso su mejor obra. Una autoficción sobre las postrimerías.
Gonzalo Torné sostiene que en esas falsas memorias –continuación, tras un larguísimo hiato, de Experience– el escritor británico estaba despidiéndose ya del mundo. Puede ser, aunque nosotros situaríamos el principio de su fin, la primera señal de la mortalidad súbita, diez años antes, cuando comienza a escribir estas mismas memoirs con otro título –La vida– entre Maldonado y Punta del Este (Uruguay).
Treinta meses después, en 2005, relee el manuscrito –más de cien mil palabras– y descubre que aquella vida estaba totalmente muerta. “Pensé que estaba acabado. Lo pensé de verdad (…) Aquí llega la primera muerte”.
La segunda tardaría casi veinte años más en presentarse. Como él mismo escribió: “Hay cosas que tardan mucho tiempo en llegar y mucho en irse”. Tanto que del lejano país al que hace unos días ha viajado el escritor británico ya no se vuelve más. ¿Estaba desahuciado? Quizás lo estuviera por parte de los médicos y una parte de la crítica, aunque ambas cosas, en el fondo, carecen de importancia.
Los galenos sólo anuncian lo inevitable y los críticos rara vez se alejan de lo obvio. El drama de Amis –igual que toda su obra– tenía que ver consigo mismo. Ese día, en aquella playa perdida, sintió que había perdido la confianza en sí mismo. The thrill is gone. No cabe peor diagnóstico para alguien que creía –y ejercía– el egocentrismo como método: “Sin él no se puede funcionar”, le confesó con una franqueza impertinente a Francisca Riviere en una de las míticas entrevistas de la revista The Paris Review.
La prensa de Florida ha subrayado, el día de su muerte, una paradoja: sus libros pueden encontrarse sin excesiva dificultad en las bibliotecas públicas del condado, pero ya no están en las librerías ordinarias de Palm Beach, sobre la que Amis había escrito, tres décadas antes, en un artículo publicado en The British Tatler e incluido en The Moronic Inferno: And Other Visits to America. “Aquí todo el mundo habla de propiedades inmobiliarias, supongo que se debe a que es la única manera informal de hablar obsesivamente sobre el dinero”.
Sobre esa América cuyos único escudos de armas son las aristocráticas marcas comerciales había profesado una intensa fascinación. Se percibe en Night Train, una de sus novelas de los años noventa, y en sus formidables libros de artículos y ensayos periodísticos –Visiting Mrs Nabokov And Other Excursions, The War Against Cliché y The Rub of Time–, donde impugna la concisión estilística de muchos celebrados autores estadounidenses.
Amis, haciendo suya la recomendación que solía dar a los alumnos de sus talleres literarios de Manchester, conocía a fondo una tradición literaria antes de impugnarla. O, por decirlo con otro símil, desconfiaba del arte abstracto si el pintor no demostraba antes dotes figurativas.
La tradición siempre proyecta un influjo que no puede ser ignorado, sobre todo en el caso de los mejores escritores modernos, que tienen que dominar los mapas de la fortaleza que aspiran a derribar. El novelista británico sostenía que la mediana edad –ese precipicio que discurre entre los 45 a los 55 años, el comienzo del páramo shakespeareano– es mucho menos tolerable que esa vejez prematura que se (pre)siente al rebasar el cabo (del miedo) de los sesenta años.
“Para los hombres cumplirlos supone un gran alivio. Para empezar siente uno el alivio de la cincuentena. De las siete décadas de la existencia, la treintena es el príncipe y la cincuentena el pordiosero. Nabokov lo dice: la vida camina hacia la muerte a cinco mil latidos por hora”.
Sumido en este torbellino crepuscular es donde el escritor repasa su pretérito en Inside Story, a sabiendas de que el presente se estrechaba. Solo, ante un abismo que todavía es ficción, pero cuyo último capítulo es the real thing, es desde donde debe juzgarse su poética, cuyo sentido es vencer el curso del tiempo mediante un ejercicio de distanciamiento que salva a una parte de la escoria vital para, mediante la alquimia del lenguaje, convertirla en excelente literatura.
Amis comenzó siendo simplemente el hijo de Kingsley Amis y, a medida que se convertía en una celebrity de las letras, iría despojándose de parte de su rebeldía –el resto se convirtió en clarividencia amarga– para encarnar el papel de un filósofo de la vulgaridad.
En sus mejores libros cohabitan el humor y la tragedia, una cierta ternura y bastante irreverencia. Ninguno de estos ingredientes lo convierten en singular. Su anomalía es de otra clase. Consiste en el dominio de ese sexto sentido que –según su tesis– es el que identifica a un verdadero escritor. Señales: la capacidad para sacar partido del extrañamiento, de la gélida imparcialidad, ante los hechos, incluida su vida.
A Amis se le caricaturizó primero como un enfant terrible y más tarde como un Old Fashioned Man, pero ninguna de estas dos estampas responde por completo a la verdad. Fue lo primero y, probablemente para muchos, que lamentan su muerte con un narcisismo semejante al de los fans que lloraron a Elvis Presley, enseñando fotos con él y mostrando las dedicatorias (lacónicas) de sus libros, terminase representando lo segundo, pero entremedias habitaba el hombre terrestre.
Un niño cuyos padres se divorciaron doce años después de concebirlo –su madre, Hilary Ann Bardwell, se instalaría en Ronda (Málaga) para vivir como una expatriada hippie–, sobresaliente estudiante en Oxford y temible crítico sin piedad en The Observer y en el Times Literary Supplement, que esta semana le homenajeaba en la portada de su número 6.269 con un titular salido en sus labios: ‘Writing is Freedom’.
Amis había destacado como periodista literario cuando irrumpe con su primera novela: The Rachel Papers (1973). Una década más tarde, y algunos libros después, Money (1984) lo convirtió en un best-seller literario. El salto de escala no le hizo abandonar ni el tabaco ni tampoco el periodismo, que siguió ejerciendo un tiempo en The New Stateman, un semanario político de izquierdas.
Tampoco lo adocenó, como sucedió con otros muchos de sus compañeros de generación. Había dejado ya de ser el hijo díscolo de Kingsley –“el talento literario no se hereda”– y proclamaba, con una desinhibición que ahora sería ofensiva, que el mundo está hecho a partir del presupuesto natural de que un escritor debe admirar a sus mayores y despreciar a sus vástagos o sucesores, sobre todo si éstos son jóvenes.
Amis había dejado de serlo mucho tiempo antes –con el cambio de siglo estrenó su fatídica cincuentena– y, a esas alturas, acaso se asemejase más a su progenitor que a sí mismo sólo veinte años antes. Pero a esa edad de la vida mostraba todavía una seguridad espectacular y poseía una poética consolidada.
Para él, escribir una novela consiste en transitar por un sendero sin asfaltar, cuyo comienzo es tan incierto como el final. El escritor simplemente siente un pálpito –el concepto se lo toma prestado a Nabokov–, coge un bolígrafo y un cuaderno y se lanza a la carretera como don Quijote por los caminos de la Mancha: sin mapa ni brújula.
“No importa de dónde vengas, sino en qué dirección vas”. Tampoco es necesario, según su preceptiva, tener delimitados personajes y situaciones. Ambas cosas son meros instrumentos, maleables según sean las circunstancias. “Las tramas son un anzuelo, sólo importan en las novelas de intriga”.
Las criaturas de ficción y sus peripecias constituyen simplemente la decoración de una novela, pero su corazón sólo puede ser el lenguaje. Las novelas consisten en la capacidad de un autor de crear de una voz, un timbre, un tono, una dicción propia.
Amis se encuadraba en la orgullosa estirpe de la frase inglesa. Su prosa parte de una métrica natural, un patrón heredado, incluso cuando opta por desviarse de su eje. Es en función de las nuevas variaciones que se obtengan gracias a la escritura como debe medirse a un escritor, cuya visión del mundo no tiene nada de extraordinario, salvo la capacidad –que sólo muestran los niños– de ver las cosas por primera vez.
“Cuando el mundo es menos inocente y cuesta mucho más ser original, es cuando mayor inocencia debe un escritor conservar en su mirada”. Sus mejores libros poseen esta cualidad, digamos que marciana, de redescubrir aspectos ocultos de la realidad cotidiana, comenzando por su gran tema –el mal– mediante un proceso de transformación literaria que trabaja desde lo evidente para llegar a lo extraordinario. “Un escritor es un filtro y no tiene nada más que instinto”. Un carácter.
“Escribe el libro que quieres leer. Ésta es mi regla”. Así es como la escritura se convierte en música. Para Amis la literatura se asemeja a la afinación del maestro solista de una orquesta. El escritor es el primer concertista, el director y el primer espectador. La prosa que suena en sus libros lo dice todo sobre su naturaleza. El día que desaparezca de la Tierra no necesitará ni una tumba ni tampoco un epitafio. Seguirá vivo en las humildes bibliotecas de Lake Worth Beach.