Inconfundible garganta cazallosa, piernas infinitas, auténticas columnas hercúleas de tacón satánico sobre las tablas; labios encendidos, frenesí y soul comprometido. Tina Turner es la mujer que racializó el rock and roll luchando por la igualdad sin renunciar a sus propias raíces negras; la que se anticipó al Me Too y acompañó al Touche pas à mon pote; la que empezó haciendo frente al patriarcado de los suyos y denunció al populismo xenófobo a través de la música. Todo entre la tramoya, el telón subido y el timbre de su voz, a lo largo de casi 50 años. Tras una larga enfermedad, el hilo de su vida se apagó anteayer al morir en Zurich (Suiza), a los 83 años.
Con un siglo de música negra a sus espaldas, el algodón de los campos de Tenessee, la infancia difícil de una familia de cosechadores pobres, la vitalidad incontenible, la versatilidad de unas caderas que sostenían un torso de cristal fino y una risa pegadiza de blanco opalino zarandeando temas como The Best o What’s Love to Do with it.
Es la imagen icónica de la cantante a la que hoy medio mundo llama la Reina del Rock; la primera mujer en ser portada de la revista Rolling Stone, el magazine del Pop, del cine y, en su momento, también de los enviados especiales que denunciaron el regreso de Vietnam de una generación afroamericana maltratada y camuflada en los Papeles del Pentágono, descubiertos por el NYT y el Post.
Fue en la segunda mitad de los ochenta, cuando Tina Turner dejó los teatrillos y salas menores para ponerse al mundo por montera, gracias a un contrato de Capitol Records para su álbum Private Dancer. Un estallido de diez millones de copias, que marcó su futuro. Salía de un matrimonio ultrajante, dejaba atrás los clubs, los sórdidos hoteles de carretera y a Ike Turner, un marido guitarrista, maltratador y cocainómano; un piernas de escaso talento y dedos ágiles.
Ella volvió al punto de partida; aceptó todo tipo de encargos alimenticios, regresó a los nightclubs y hasta acudió, llena de vergüenza, a un concierto en Sudáfrica, todavía en tiempos del Apartheid. Al final, como les ha corrido a otros artistas de campos, como la pintura o la escultura, la música también tiene un precio. Aunque París bien valga una misa, ella tuvo que pasar por el túnel del primum vivere como lo hicieron los pintores de Montmatre en los primeros años del siglo pasado. Antes de llegar a lo espectral, es necesario acunarse algún día en las colas del hambre.
Tina iba a reconvertir el poder del macho en la inteligencia emocional-sexy que para siempre más remarcó en sus conciertos en vivo y en sus letras. Fue en los tiempos de la ópera rock, Tommy, cuando descubrió realmente su registro nuevo e intransferible. Su carrera real subió como un cohete inesperado y alcanzó todas las metas. Cerca de final, Turner dejaba el mundo de la música con este balance: más de 200 millones de discos vendidos y un legado reunido en 22 álbumes, 12 de estudio, 3 en directo y 7 recopilatorios; y además 21 nominaciones a los Premios Grammy, de las cuales ocho fueron estatuillas.
Ha sido una escultura felina de bronce bruñido, que deja en la memoria colectiva mucho más de lo que ella imaginó. Será siempre la rebelde capaz de devolver sopas con honda al destino trágico de su origen; el canto rodado dando de lleno en el blanco; el huracán que encandila al público en el primer momento y se entrega de lleno gracias al imán de su voz rasgada. Ella ha sido el show business del rock mejor aprovechado, pero no ha desgastado su costumbre entre platós y puestas de largo (hizo cine y fue una actriz olvidable metida en una arquitectura inolvidable).
La Turner tuvo una misión desde el primer momento y la ha cumplido. Su relato es el Sur, los campos, la agricultura descapitalizada por el monocultivo de la soja, el amor imposible de los de abajo, la superación, la música y finalmente la merecida gloria. Cuentan algunas crónicas que quien realmente le enseño a lanzar la voz desde el estómago, como lo hacen los grandes, fue Al Green, en los momentos finales del soul sureño, cuando Sam Cooke y Otis Redding habían muerto y James Brown estaba enfrascado en el funk.
Green conoció a Tina cuando él era presa de una fiebre religiosa sin fin; el profeta dejó de ponerle banda sonora a los placeres de la carne y empezó a cantar en los púlpitos de los templos, en las afueras de Memphis. Para entonces había nacido una nueva Turner, por un momento, pareció salir de Guatemala para entrar en Guatepeor: huida de las garras del macarra Ike y bien valorada en el mundo del rock, que se le abría diáfanamente a condición de que ella desplegada la negritud de su imagen.
Pero entró con descarada soberbia en el nuevo escalón; no se esclavizó a una estética, la recreó y la superó con calidad y magnanimidad en grandes dosis. Para derrotar al mal, la bondad de corazón es la mejor aliada. La verdad es una ficción más; es necesario refugiarse en lo trivial y Tina lo hacía buscando rectificar los pequeños detalles que enriquecen el conjunto de un tema musical.
Ella soñaba con una composición orquestal que muriera por un la o por el tono de un Si Bemol, porque la palabra como la intención no valen. Estaba convencida de que las introducciones filosóficas de la música debían se profanadas, entes de que empezara el primer compás.
Mick Jagger la descubrió cuando la Turner era su mejor telonera. En el tema River Deep-Mountain High, el líder de los Stones tuvo que reconocer que, por primera vez, había oído una voz capaz de atravesar el estruendo-pared de Phil Spector, el desequilibrado productor que opacaba los grandes solos a base de decibelios electrónicos, el que jugaba a la ruleta rusa con las mujeres que no deseaban acostarse con él.
A pesar de Spector y de Ike, el River Deep resultó trascendental; fracasó en EEUU, pero causó un enorme impacto en Reino Unido y en la Europa continental. De repente, Tina se había convertido en una artista de culto a la que levantaron los entendidos como Rod Stewart, Mick Jagger y también David Bowie, un artista contemporáneo a vueltas con el eclecticismo, muy neutral y alejado del gusto antropológico que inspiraba la cantante.
Tina triunfó en un mundo de hombres porque su empeño siempre fue mayor que el de ellos; les ganó sobre las tablas. Se había formado escuchando la música que amaba desde niña, la del periodo entre guerras, interpretada por las princesas del blues; y acabó reinventando los cincuenta de Mama Thornton cuando el siglo pasado entraba en los gloriosos ochentas. Una indomable de la que han bebido Beyoncé, Janet Jackson o Mary J. Blige, queriendo pillar sin conseguirlo la mezcla de pasión y melancolía que destilaba Tina.
La Turner atravesó ya en su adolescencia la frontera de la música espiritual negra para instarse en su rock específico y absolutamente personal por su voz, por el toque radical de su cabellera leonina –los peinados de Elnett– y por sus antebrazos desnudos ofreciendo el músculo atravesado por las arterias que se distinguían desde abajo del escenario y casi olían a sangre, como los de Lou Reed.
A Tina no bastaba con escucharla; había que verla sobre las tablas. Hoy todos se despiden de Anna Mae Bullock –su nombre auténtico–, especialmente los corazones quebrados: Eros Ramazzotti con el Ciao Tina en un emotivo video publicado en Instagram; Magic Johnson el mago del básquet entristecido o el amigo Jagger diciendo adiós a la “cálida, divertida y generosa Tina”.
Llegan millones de despedidas a su última morada y conocemos ahora sus últimas palabras dedicadas a sus problemas de riñón y tensión arterial provocados, dice, por no afrontar la realidad: “Durante demasiado tiempo creí que mi cuerpo era un bastión intocable e indestructible. Por eso estoy encantada de poder apoyar una nueva campaña en favor de la salud renal”.
Tina Turner ya es memoria, pero su música no dejará de sonar durante mucho tiempo, como la de Elvis o Ray Charles Su trayectoria ha resultado sumamente paradójica, porque reivindicó el grito y la melodía al mismo tiempo. Supo cuidar su obra y nos ha dejado una herencia respetable.