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Haz lo que digo, no lo que hago

Pablo Iglesias (Madrid, 1978) es una mina de chapuzas y contradicciones. Esta semana nos hemos enterado de que ha matriculado a sus hijos en un colegio privado de Pozuelo de Alarcón en el que le van a cobrar 500 euros mensuales por niño. ¿Está en su derecho de matricular a sus retoños donde le salga de las narices? Hasta cierto punto. O sí y no.

Vamos a ver, cualquiera puede dejarse en la educación de sus vástagos la pasta que juzgue necesaria, a no ser que, previamente, se haya dedicado a dar la brasa a favor de la escuela pública y en contra de la privada, donde llevan a sus hijos los de la casta. Y creo que todos hemos aguantado demasiados sermones progresistas a cargo del señor Iglesias, su cónyuge (la que se fue a Menorca a veranear con sus amiguitas después de decir que Menorca era para los menorquines y que el turismo desaforado la estaba destruyendo; y no contenta con eso, se retrató con el célebre troglodita vasco Fermín Muguruza, autor, si no ando equivocado, de un himno a la odontología titulado ¡Sarro sarro!) y sus secuaces (los que se metieron en política para ver si ligaban más, los rijosillos Monedero y Errejón), diciéndonos lo que teníamos que hacer para ser unos ciudadanos de bien.

Lo cierto es que, desde que empezó a comer caliente gracias a la desastrosa política española, el señor Iglesias ha ido desmintiendo en la práctica todo lo que afirmaba en teoría. Después de asegurarnos que nunca abandonaría su pisurrio de Vallecas, se compró un casoplón (feísimo, eso sí) en Galapagar para que los niños pudiesen chapotear en la alberca. Y ahora, tras deshacerse en elogios de la enseñanza pública, matricula a los críos en un colegio pijo de la Suburbia madrileña.

Previamente, había montado su particular versión del timo de la estampita (muy en la línea Puigdemont, por cierto, otro que pilla pasta de donde puede) organizando un crowdfunding para financiarse la versión 2.0 de la Taberna Garibaldi, que se le había quedado pequeña para acoger a tanto revolucionario. Pasar de vicepresidente del gobierno a posadero nos llamó la atención a algunos, pero él lo razonó asegurando que “la taberna es el último reducto del proletariado” (del proletariado capaz de gastarse diez euros en un mojito revolucionario, claro). Y la verdad es que el timo le ha salido bien. No sé cómo, pero ha conseguido que se retraten cientos de proletarios para hacer su sueño realidad.

Puede que el hombre haya optado definitivamente por el negocio del bebercio. En política llegó a lo casi más alto, para luego lanzarse al borde del abismo. En la universidad tampoco lo aprecian mucho, y le cuesta Dios y ayuda que le echen algo en la Complutense. Tal como está el patio, va a tener que confiar en las propinas de la Garibaldi. Si no comete el error de prohibirlas, aduciendo aquello de que ofenden a quien las da y a quien las recibe. Lo que también podría suceder.