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Descubrí a Giorgio Armani (Piacenza, 1934 – Milán, 2025) en 1980, gracias a la película de Paul Schrader American gigolo. Aunque no me había puesto un traje en la vida, los de Richard Gere me llamaron poderosamente la atención, pese a que mi interés por la moda era escaso, tirando a nulo. Me gustaban los trajes del señor Gere como me gustaban los de Bryan Ferry, y los observaba mientras pensaba que, si tuviera la costumbre de ir por ahí trajeado y dispusiera del pecunio pertinente para permitírmelo, recurriría a Giorgio Armani o Antony Price, eficaz diseñador londinense en el que nunca se han fijado las grandes firmas a la hora de ponerle al frente de alguna de ellas (el pobre Price es, probablemente, el modisto más underrated de los últimos tiempos).

Intuyo que le cogí cariño a Armani por lo austero y formal de sus propuestas. Y también por su porte elegante y señorial, tan alejado del mamarrachismo de otros diseñadores. Cuando montó su empresa en 1975, junto a su compañero sentimental, el arquitecto Sergio Galeotti (fallecido diez años después, de un infarto o a causa del sida, según las versiones), nuestro hombre optó por ejercer exclusivamente de sastre para caballeros (con posibles).

La entrada en la compañía de su hermana Rosanna en 1976 amplió el foco, incluyendo el diseño para mujeres. De hecho, Armani no inventó la pólvora ni en el diseño para hombres ni en el de mujeres. Con mentalidad de sastre, se limitó a darle un toque personal a lo clásico. Y si alguien le afeaba sus diseños para mujeres por poco arriesgados, comparándolo peyorativamente con su colega Gianni Versace, Armani se lo quitaba de encima con frases tan lapidarias como éste: “Yo visto a señoras; Versace, a furcias”.

Giorgio Armani estudió tres años de medicina antes de reconocer que aquello no era para él. Trabajó como escaparatista de tiendas y almacenes, diseñó para modistos consagrados y, así que pudo, creó su propia empresa (que nunca llegó a cotizar en bolsa porque el jefe no lo veía claro). Gracias a Hollywood (además de American gigolo, también se encargó del vestuario de El gran Gatsby o Los intocables, demostrando un amplio conocimiento de los usos sartoriales de antaño y sin permitirse ni un anacronismo), su nombre se fue haciendo conocido en todo el mundo como sinónimo de elegancia y discreción. Elegía muy bien los tejidos y sabía darles su toque especial, siempre con esa actitud de sastre que sabe estar en su sitio y que no considera que lo suyo sea un arte (aunque lo sea).

Giorgio Armani nos ha dejado a los 91 años y me reafirmo en lo dicho: si llevara trajes y me pudiera permitir los suyos, lo consideraría mi sastre personal. De momento, me conformo con ser fiel a su primera fragancia, titulada sencillamente Armani, porque cada vez que me la pongo me caigo mejor que de costumbre y salgo a la calle como si fuese alguien: tiempo atrás, a veces me rociaba de Armani para leer el Vanity Fair norteamericano: entre el olor de la colonia y el de las satinadas páginas de la revista (que ya no vale nada, por cierto) me sentía durante un buen rato como un feliz veraneante en los Hamptons.