Sostenía Christopher Hitchens que la madre Teresa de Calcuta aparentaba ser amiga de los pobres cuando en realidad era amiga de la pobreza. Algo parecido me pasa a mí con el fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado: nunca sé si le preocupa la miseria humana o si siente un placer morboso al retratarla. Sé que la mayoría de mis conciudadanos lo considera un humanista admirable y puede que así sea, pero ya en los años 70, Susan Sontag lo acusó de regodearse con las desgracias de los parias de la tierra aparentando que acusaba a los causantes de su infortunio.
No es que uno disfrute ejerciendo de aguafiestas ahora que Salgado ha muerto (Aimorés, 1944 – París, 2025), ni que me divierta llevar la contraria a la opinión general, pero siempre ha habido algo en la obra de este hombre que me ha chirriado, esa aparente intención (que tal vez solo veo yo) de constituirse él solo en una especie de Internacional de la Desgracia, de dedo acusador de una sociedad injusta (que lo es), de predicador de la bondad que se beneficia de la maldad.
Aunque tal vez sea todo más sencillo. La fotografía se basa en la mirada y es muy posible que no me guste la mirada del señor Salgado. No tengo nada en contra de la denuncia del horror, pero hasta ese horror necesita una mirada que vaya algo más allá de la pura representación y que, en algunos casos, incluya sentimientos tan humanos como la compasión, la esperanza o el humor, siempre ausentes, para mí, de las fotografías de nuestro hombre, que pese a sus aparentes nobles intenciones, me parece exenta de humanidad (lo mismo que me pasa, en otro orden de cosas, cuando escucho a Bono cantar sobre el domingo sangriento y tengo la sensación de que se lo está apropiando para sentirse más bueno de lo que realmente es).
La carrera de Sebastiao Salgado ha sido muy brillante, gracias, en parte, a su habilidad para detectar injusticias sangrantes y fotografiarlas. Nada hay que decir de su profesionalidad. El hombre muestra una técnica impecable y un uso magnifico de la luz. Su dramático blanco y negro impresiona de entrada, pero tras unos minutos de observación de la foto de turno, siempre me ataca la misma sensación, la de que intenta darme gato por liebre de la manera más astuta posible.
Fotógrafo de Magnum hasta que creó su propia agencia, Salgado cambió ligeramente de tono en sus últimos años, centrándose más en la relación del hombre y la tierra y dejando atrás paulatinamente su particular teatro de la crueldad. Esas fotos son las que más me interesan de toda su obra, pues en ellas tienen cabida, ¡por fin!, los sentimientos humanos citados unas líneas más arriba.
Es posible, no lo negaré, que yo sea un aprendiz de moralista tiquismiquis y que Salgado sea el admirable humanista que casi todos ven, pero nunca me convenció su manera de mirar a los desposeídos de este mundo y de aplicar a la sociedad causante de sus desdichas una moralina que me resultaba ligeramente cargante y algo hipócrita. Si me equivoco, que me disculpen el artista, sus seguidores y hasta el Señor que está en los cielos.
